Una historia mínima de brutalidad policial
08 de agosto de 2018
Una
historia mínima de brutalidad policial. Un episodio de violencia obscena
perpetrada por quien se sabe impune, que no escaló todavía más porque preferí
evitar secuelas físicas o pasar una noche en una comisaría. Ocurrió en el
supermercado Coto de avenida Gaona y Fragata Sarmiento, pleno barrio de
Caballito, el sábado pasado, a las 21. Antes de pagar, la cajera me pidió que
le mostrara la mochila, a lo que accedí. Resultó ser una cajera haciendo
mérito. Se estiró y apuntó con el dedito: “El cierre de atrás también”. “No, ya
está. El contenido de la mochila forma parte de mi privacidad.” Una vez cada
tanto, me animo a resistir una exigencia que violenta el derecho constitucional
a la privacidad.
Leyes
aparte, me molesta sentirme sospechado, que exijan a los cajeros una función
degradante (por más que los menos parecen cumplir con gusto el microinstante
cotidiano de calzarse la gorra) y que quien instala el sistema acusatorio sea
un supermercado que engaña con promociones, aumenta precios abusivamente, evade
y fuga.
No
me niego con más frecuencia a que me revisen la mochila porque sé que hacerlo
implica perder no menos de media hora en discusiones. Por sobre todo, me abruma
comprobar que suele aparecer algún agente de seguridad privada –de esos
precarizados, cuya tarea principal es juntar changuitos, responder preguntas y
abrir puertas– que sale de su letargo y se ceba. Enseguida viene la acusación
(“¿qué esconde?”) o el insulto, cuando no un amago de violencia.
En
esta oportunidad, los de la vigilancia decidieron llamar a un policía de la
Ciudad. El resultado, como también suele suceder, fue peor.
El
policía no mostró un atisbo de considerar que el supermercado podía no tener
razón (“Esto es propiedad privada y tiene que obedecer lo que dice el dueño”,
“Usted dice cosas raras, por algún motivo no quiere mostrar la mochila”).
Sorpresa: un policía estatal que en un lugar semipúblico cumple órdenes
emanadas de un tal Coto que contradicen un derecho constitucional.
Hasta
aquí, una discusión menor. La policía se vale de un fallo reciente del Superior
Tribunal de Justicia de la Ciudad que habilitó a los agentes a exigir la
apertura de mochilas y exhibición de documentos con motivos imprecisos.
Nuestros jueces –entre ellos, la candidata del Gobierno para la Procuración
General– saben bien a quién le sueltan la rienda.
El
agente Sosa me ordenó que me quedara en el lugar mientras llamaba a un
patrullero, que llegó a los cinco minutos. Se bajaron tres hombres. El más
altanero y –se vería en minutos– descontrolado era un oficial que se identificó
como Caraballo.
El
jefe de la patrulla me informó que harían una requisa con dos testigos. Uno de
ellos era un policía de civil que trabaja para Coto y había intentado apurarme
en un primer momento; la otra, una empleada del supermercado.
Me
limité a decirles que me amparaba un derecho y que ellos debían explicarme el
motivo de la detención y requisa. Caraballo respondía con el autoritarismo
habitual, aunque sin insultos ni amenazas. Me exigió el documento y copió mis
datos.
Intenté
filmar con el celular y Caraballo salió de sí.
–Bajá
la cámara.
–Necesito
protegerme, no sé por qué estoy retenido.
Se
vino encima, cara a cara como quien invita a pelear, y pegó un golpe a mi
celular, que voló por el aire.
“Forro
de mierda, qué te pasa”, comenzó a gritar desaforado. “Forro de mierda”,
repetía. Una mínima reacción de mi parte habría desatado una escena en la que
Caraballo no habría salido perdiendo.
Recogí
las partes del celular esparcidas por el piso. Pregunté por una autoridad, y el
oficial respondió con una sonrisa: “Lamentablemente, la autoridad soy yo”.
El
hecho ocurrió en la esquina de Fragata Sarmiento y Gaona, dentro del predio del
supermercado Coto.
Digresión.
A ocho cuadras de esa sucursal, en Paysandú al 1800, se encuentra otra de la
misma marca. Se descubrió hace dos años que Alfredo Coto almacenaba en el
subsuelo más de 200 granadas, un lanzagranadas con numeración limada,
proyectiles de gases lacrimógenos, 27 armas de fuego, gas pimienta y un
silenciador, entre otras honestas pertenencias. La causa abierta duerme en
Comodoro Py. Podríamos hablar del blanqueo por 466 millones de dólares, pero
todos conocemos a Coto.
Volvamos
a la escena del delito. Una vez que comprobaron que en la mochila sólo llevaba
ropa para nadar, tres efectivos partieron en el patrullero. Quedó Sosa,
envalentonado por lo que había hecho su jefe: “Rajá de acá”.
No
importa si alguien piensa que no vale la pena pasar un momento así por no
obedecer algo que demora dos segundos, como mostrar una mochila. De hecho, casi
siempre pienso que no vale la pena. Tampoco importa si ese alguien cree que los
tiempos cambiaron y la policía puede requisar a su antojo.
La
gravedad del episodio es que deja a las claras que un jefe policial está
dispuesto a actuar como un energúmeno ante cuatro subordinados en un espacio
público.
El
riesgo de la brutalidad policial es tan antiguo como la civilización. Evitar el
tránsito que va desde un agente del orden a un matón depende por sobre todo de
un sistema de controles y de autoridades que no premien la ilegalidad. Si
ejecutar por la espalda a un ladrón merece la felicitación presidencial, qué
queda para delitos más suaves como amedrentar a una persona que pide que sea
respetado un derecho.
Me
fui con el sabor amargo y el celular roto, pero todos sabemos que la historia
hubiera sido muy distinta si quien se resistía a mostrar la mochila era un
adolescente con gorrita en el Gran Buenos Aires. A veces, el final es atroz.