Madrid (enviado especial) - Mariano Rajoy (Santiago de Compostela, 1955) tuvo una prueba de fuego en la noche electoral del 9 de marzo de 2008. Desde un balcón de la calle Génova, en la sede del Partido Popular, admitía una contundente derrota frente a José Luis Rodríguez Zapatero, quien acababa de obtener su segundo mandato. Al candidato conservador se lo notaba abatido. A su lado, su esposa, Elvira Fernández, diez años menor, apenas contenía las lágrimas y lo abrazaba. Fue la máxima y elocuente aparición política que se le conoció a «Viri», economista. Rajoy sufría en carne propia la acritud del no poder.
Quedaban atrás cuatro años de inusitada crispación callejera. Los ánimos habían quedado caldeados tras el vértigo transcurrido entre los atentados contra los trenes de Atocha del 11 de marzo de 2004 y la elección de Zapatero, tres días más tarde. Desde entonces, toda ocasión había sido útil (enseñanza religiosa en las escuelas, matrimonio homosexual, investigación de los atentados) para que los conservadores españoles salieran de a cientos de miles a las avenidas de Madrid.
Rajoy asumió el rol que le pedían y le dedicaría a Zapatero, con el tiempo, piropos como «bobo solemne», «veleidoso», «acomplejado», «señor poco de fiar», «radical» y «taimado».
Reclamo
Si bien había resultado traumática la derrota de 2004 (más para su Partido Popular que para él), fue la reelección del socialista la que casi deja fuera de carrera a este licenciado en Derecho, hoy de 56 años, gallego, padre de Mariano (12) y Juan (6). Desde los medios más escuchados y leídos por los votantes del PP se reclamaba un urgente reemplazo del liderazgo conservador. José María Aznar dejaba hacer, y Esperanza Aguirre, presidenta de la Comunidad de Madrid, se ponía manos a la obra. «Espe» se convirtió en referente indiscutible del sector más duro de los conservadores.
Rajoy reaccionó como los políticos acorralados que no quieren irse a casa. Dobló la apuesta, tejió alianzas con los gobernadores de las regiones y acorraló a «Espe» en Madrid.
El discurso radicalizado resultaba seductor para los que se volcaban a las calles por cualquier cosa y para algunos periodistas, pero indigerible para quienes viven la política con más mesura. Mientras, la crisis negada por el Gobierno socialista comenzaba a apuntalar su liderazgo.
Fue Aznar quien nominó a Rajoy candidato en 2003, a las puertas de una victoria casi segura. Tras sorprender con su renuncia a la segunda reelección, el divisivo y popular exmandatario dejó crecer a media decena de presidenciables. La única disputa pública permitida en el PP era por ver quién elogiaba con más énfasis al entonces presidente del Gobierno, en una retórica amabilísima casi exasperante. Finalmente, Aznar se decantó por el candidato menos mordaz, el menos identificado con algún grupo católico o económico concreto, el de mirada menos penetrante, el del rictus menos agrio. Es decir, Aznar optó por el menos aznarista de sus presidenciables: Rajoy.
Después vino el proceso descripto que alejó al mandatario ayer electo de quien lo convocó a las grandes ligas y le dio la vicepresidencia. No sería la primera vez que luchaba contra la corriente predominante de su partido. Tras afiliarse a la Alianza Popular en 1981 y ser electo diputado regional en Galicia, tuvo una convivencia incómoda con el caudillo de esa región y fundador del partido conservador, Manuel Fraga Iribarne. Como haría después con el aznarismo, cuando fue necesario, negoció y sobrevivió.
Abuelo republicano
A diferencia de muchos del PP, Rajoy tuvo un abuelo republicano, raleado por el franquismo, el jurista Enrique Rajoy. Como muchos del PP, tuvo un padre franquista, el juez Mariano Rajoy. Su ascendiente directo fue el que lo marcó políticamente y lo empujó al partido conservador no bien comenzó la democracia, en 1977.
Su tono más relajado no evita que predique y haya propagado el credo conservador español, desde la defensa de la economía liberal, el gasto reducido y la opción de vida católica, a la equiparación de «exceso de inmigración» y «más delincuencia»; desde la inconveniencia de iluminar el período franquista, a la justificación de la invasión a Irak y la denuncia de la «inseguridad jurídica» en la Argentina.
Cuando la victoria se transformó en una hipótesis más que probable, Rajoy se dedicó a correr para bajar de peso y a estudiar inglés. En épocas de cumbres europeas agitadas, la réplica inmediata a una Angela Merkel o un David Cameron se tornará imprescindible.
Quedaban atrás cuatro años de inusitada crispación callejera. Los ánimos habían quedado caldeados tras el vértigo transcurrido entre los atentados contra los trenes de Atocha del 11 de marzo de 2004 y la elección de Zapatero, tres días más tarde. Desde entonces, toda ocasión había sido útil (enseñanza religiosa en las escuelas, matrimonio homosexual, investigación de los atentados) para que los conservadores españoles salieran de a cientos de miles a las avenidas de Madrid.
Rajoy asumió el rol que le pedían y le dedicaría a Zapatero, con el tiempo, piropos como «bobo solemne», «veleidoso», «acomplejado», «señor poco de fiar», «radical» y «taimado».
Reclamo
Si bien había resultado traumática la derrota de 2004 (más para su Partido Popular que para él), fue la reelección del socialista la que casi deja fuera de carrera a este licenciado en Derecho, hoy de 56 años, gallego, padre de Mariano (12) y Juan (6). Desde los medios más escuchados y leídos por los votantes del PP se reclamaba un urgente reemplazo del liderazgo conservador. José María Aznar dejaba hacer, y Esperanza Aguirre, presidenta de la Comunidad de Madrid, se ponía manos a la obra. «Espe» se convirtió en referente indiscutible del sector más duro de los conservadores.
Rajoy reaccionó como los políticos acorralados que no quieren irse a casa. Dobló la apuesta, tejió alianzas con los gobernadores de las regiones y acorraló a «Espe» en Madrid.
El discurso radicalizado resultaba seductor para los que se volcaban a las calles por cualquier cosa y para algunos periodistas, pero indigerible para quienes viven la política con más mesura. Mientras, la crisis negada por el Gobierno socialista comenzaba a apuntalar su liderazgo.
Fue Aznar quien nominó a Rajoy candidato en 2003, a las puertas de una victoria casi segura. Tras sorprender con su renuncia a la segunda reelección, el divisivo y popular exmandatario dejó crecer a media decena de presidenciables. La única disputa pública permitida en el PP era por ver quién elogiaba con más énfasis al entonces presidente del Gobierno, en una retórica amabilísima casi exasperante. Finalmente, Aznar se decantó por el candidato menos mordaz, el menos identificado con algún grupo católico o económico concreto, el de mirada menos penetrante, el del rictus menos agrio. Es decir, Aznar optó por el menos aznarista de sus presidenciables: Rajoy.
Después vino el proceso descripto que alejó al mandatario ayer electo de quien lo convocó a las grandes ligas y le dio la vicepresidencia. No sería la primera vez que luchaba contra la corriente predominante de su partido. Tras afiliarse a la Alianza Popular en 1981 y ser electo diputado regional en Galicia, tuvo una convivencia incómoda con el caudillo de esa región y fundador del partido conservador, Manuel Fraga Iribarne. Como haría después con el aznarismo, cuando fue necesario, negoció y sobrevivió.
Abuelo republicano
A diferencia de muchos del PP, Rajoy tuvo un abuelo republicano, raleado por el franquismo, el jurista Enrique Rajoy. Como muchos del PP, tuvo un padre franquista, el juez Mariano Rajoy. Su ascendiente directo fue el que lo marcó políticamente y lo empujó al partido conservador no bien comenzó la democracia, en 1977.
Su tono más relajado no evita que predique y haya propagado el credo conservador español, desde la defensa de la economía liberal, el gasto reducido y la opción de vida católica, a la equiparación de «exceso de inmigración» y «más delincuencia»; desde la inconveniencia de iluminar el período franquista, a la justificación de la invasión a Irak y la denuncia de la «inseguridad jurídica» en la Argentina.
Cuando la victoria se transformó en una hipótesis más que probable, Rajoy se dedicó a correr para bajar de peso y a estudiar inglés. En épocas de cumbres europeas agitadas, la réplica inmediata a una Angela Merkel o un David Cameron se tornará imprescindible.
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