By
Sebastián Lacunza
Editor-in-Chief
El candidato asoma a la política cuando el panorama parece
devastado producto de una crisis estructural. Campo arrasado pero abierto. Arma
un partido, cuenta con fondos económicos personales para ello. Teje alianzas, aprovecha
el proceso de descomposición de los partidos tradicionales para sumar
dirigentes, incorpora burocracias del mundo privado y de las ONG, y se dispone a
competir. Pierde pero marca terreno. Tiene paciencia, valor exótico en la
política argentina. El candidato vuelve a la competencia y gana. Al cabo de
cuatro años de ascenso, pasa a gobernar un distrito de altos ingresos y
máxima visibilidad pública. La corriente económica general va en ascenso, los
presupuestos públicos crecen.
El candidato aprende a lidiar con la complejidad de la
gestión. Amplía el horizonte, vence resquemores sociales. La paciencia lo sigue
acompañando. Identifica a un enemigo y refuerza el contraste. No cede a la
tentación de dar pelea a destiempo o de abandonar la carrera. Explora poderes fácticos, con los que
establece una relación de sintonía, no exenta de tensiones. Cada tanto, desorienta al enemigo y hasta
desobedece al establishment que, en teoría, lo apuntala. El político en ascenso
se desprende de inhibiciones. Cambia. Sigue aguardando la oportunidad. El grado
de menosprecio que le dispensa su principal rival va siempre un paso atrás de sus
logros, tanto electorales como estratégicos. Llega el momento de entrar a la
cancha a jugar el partido final. Impone sus decisiones a la hora de desplegar
el equipo. Hasta pone en la cancha a jugadores resistidos por la platea.
Acierta. El candidato a presidente se muestra como un tiempista con las dotes
excepcionales de los presidenciables. Las fichas de dominó comienzan a caer en cadena. El escenario es
otro, para asombro de muchos. La pelota queda boyando en el área adversaria. Mauricio
Macri aprovecha la oportunidad y es consagrado el sexto presidente electo de la
renaciente democracia.
El próximo 10 de diciembre, Cristina Fernández de Kirchner,
una populista de centroizquierda, entregará la banda presidencial a un dirigente
de centroderecha, no peronista. Tal instancia, que un mandatario de un signo
ceda el cargo a uno de otro, sólo tuvo lugar dos veces en la historia
argentina, plagada de golpes militares que frustraron lo que en democracias del
mundo es parte del funcionamiento normal.
En 1989, el traspaso del poder desde el radical Raúl
Alfonsín al peronista conservador Carlos Menem fue en medio de un caos social y
económico. Diez años después, Menem entregaría la banda al radical conservador
Fernando de la Rúa, y sería la antesala del peor colapso de la historia
argentina. Tales situaciones — una debacle en ciernes o ya disparada — no están
en la agenda actual. Hay, claro, problemas económicos severos, reclamos
genuinos de mejor democracia, pero también emergen consensos sobre
oportunidades en el horizonte y logros alcanzados. Se trata de acuerdos que
parecen paradójicos en un país tan dividido como la Argentina, afectado por
rivalidades extremas que con frecuencia se trasladan a las instituciones y
complican el funcionamiento de la democracia.
Sin embargo, el país afronta un riesgo en los próximos
meses, que podría dar rienda suelta a los rasgos más tediosos de las dos
fuerzas políticas que ayer se midieron en las urnas: la batalla por el relato
sobre “el desastre recibido” o “la excepcionalidad del bienestar kirchnerista”.
Una puja de ese nivel dejaría expuesto un discurso de un
bloque, el del saliente oficialismo, con su credibilidad devaluada a partir de
la falsificación de la estadística pública, y otro del gobierno entrante, dando
lugar a su abusivo marketing para victimizarse y sobredimensionar una herencia
que, en cualquier caso, debió haber calculado.
El electo presidente fue elusivo a la hora de especificar promesas,
de acuerdo a la expresa recomendación de sus estrategas de campaña. Si se
produce la mentada devaluación acompañada de un recorte de gasto público, con
las consecuencias en el tejido social que indica la experiencia, o si la
escasez de dólares sigue marcando el pulso de una economía mediocre, las demandas
no tardarán en aparecer. Será un nuevo escenario para Macri y sus asesores, ya
sin holgura presupuestaria o el esplendor de una capital como Buenos Aires.
En la experiencia de la Ciudad, la
estrategia de la victimización dio réditos al PRO. Macri gastó casi todo un mandato para
justificar una gestión con poco brillo — a falta de obras estructurales — culpando a la Casa Rosada por la discriminación en el reparto de fondos, aspecto
que podría ser cierto pero insuficiente para explicar la no concreción de
promesas en una capital con presupuesto e ingreso per cápita de niveles
europeos. El PRO contó para ello con el lado más torpe de la retórica
kirchnerista.
En medio de diferentes tensiones que lo encaramaron hacia la Casa Rosada, Macri dará sus primeros pasos. Si
sucumbe a la tentación del marketing o se dispone a ejercer el gobierno con
objetivos medianamente transparentes. Si aplica políticas amigables al mercado sin descuidar
a los más pobres o si cede a los intereses económicos concentrados que — se sabe — suelen ir por todo. Si adopta posturas moderadas, liberales, o si
deja ganar su gobierno por conservadores poco aptos para una sociedad diversa.
Es la hora de Macri, que él supo esperar.