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La calidad del voto

By
Sebastián Lacunza
Editor-in-Chief

Desde algún estudio de televisión, en solemnes columnas de diarios y webs escritas con la pantalla encendida, en reportes a medios del exterior o en papers de pretensión académica se ha alumbrado una interpretación: en el norte del país, la política está absolutamente determinada por un sistema clientelar, en el que dirigentes inescrupulosos se aprovechan de las necesidades de los argentinos más pobres y éstos, en un punto intermedio entre la inmoralidad de vender su voto a quien le brinda un plan social y la ausencia total de pensamiento o criterio comparativo, terminan dando su apoyo a gobernantes que los perjudican. La tesis, esgrimida por lo general desde algún barrio trendy de Buenos Aires, atribuye al votante humilde del Norte las condiciones intelectuales de un autómata.
El relato no termina allí. Por contraste ante tanta barbarie, existiría un ciudadano sofisticado e informado, que apoya a sus candidatos sobre la base de intereses pero también de sus principios. La diputada opositora Elisa Carrió lo viene diciendo con claridad. "Las clases medias urbanas tienen que salvar a los pobres de este país".
Un elemental repaso histórico problematiza tal abordaje. Fue casualmente en Buenos Aires donde nació, se hizo fuerte y se expandió al resto del país una de las mayores defraudaciones políticas y morales de la democracia: el gobierno de la Alianza liderado por Fernando de la Rúa, que cayó con el colapso económico de 2001. Casi todas las figuras centrales de la coalición  entre radicales, peronistas y socialistas que gustaban participar de la Internacional Socialdemócrata habían hecho carrera política en la Capital Federal. Sin embargo, la superioridad ética e intelectual esgrimida por quienes hoy desprecian el voto en Tucumán no se hizo presente para alertar sobre lo que se venía. Ejemplos históricos de elecciones fallidas por parte de sectores de clase media de las grandes ciudades argentinas cunden, incluidos el entusiasmo ante golpes de Estado que terminaron en tragedias inconmensurables.
Corresponde, entonces, contemplar el voto popular y las corrientes de opinión con toda su complejidad, en la que el clientelismo cimentado sobre las carencias de los humildes cumple un papel, pero está lejos de ser el único.
Entre muchas variables, se podría pensar en las alternativas existentes ante gobiernos peronistas con alto grado de corrupción y poco republicanos, que empobrecen la democracia. En Tucumán, la principal opción durante dos décadas fue el partido Fuerza Republicana fundado por el fallecido represor militar Antonio Domingo Bussi, condenado a cadena perpetua por crímenes de lesa humanidad (hoy, la alianza liderada por la UCR incluye a dirigentes emigrados del bussismo). En la vecina Salta, la opción con más votos gira hoy en torno al peronista disidente Juan Carlos Romerom, a quien este año adhirieron los partidos de Mauricio Macri (PRO) y Sergio Massa (Frente Renovador). Romero (un senador que ya en la época en que era gobernador solía pasar largas temporadas en Estados Unidos pese a la belleza extrema de los paisajes salteños), lejos de mejorar los vicios que con razón se pueden endilgar al peronismo oficialista, los empeora. En el otro extremo del norte, Corrientes - provincia fronteriza con Brasil, Uruguay y Paraguay - también exhibe un cuadro similar al de Misiones, Jujuy o La Rioja. Su gobierno es acusado por opositores de autoritarismo, uso discrecional de la publicidad oficial y promoción del transfuguismo político. Un detalle. Su gobernador no es peronista; pertenece a la Unión Cívica Radical.
La gestión de doce años del tucumano José Alperovich termina en forma penosa, con una represión policial aberrante en la Plaza Independencia. Podrían ser repasadas muchas características de la administración de este empresario de origen radical y presente peronista, aliado del kirchnerismo, que hablan de una democracia degradada en el sexto distrito electoral de la Argentina. Para elegir tan solo un aspecto lateral, cabe atenerse a las propias palabras de Alperovich a la hora de justificar linchamientos a supuestos delincuentes perpetrados por tucumanos enardecidos ("la gente está harta") o a las de su esposa y senadora, Beatriz Rojkés, cuando cae en los lugares comunes más ramplones para aludir a la violencia dentro de un matrimonio.
Las denuncias de fraude venían sobrevolando tibiamente el debate político argentino en el que la palabra suele ser vaciada de contenido, pero las elecciones de hace una semana en Tucumán avivaron las llamas como nunca. Difícil recorrido depara a una denuncia que ni siquiera logra diferenciar entre un fraude (delito que se propone tergiversar un resultado electoral) o un sistema electoral desquiciante, con decenas o cientos de boletas en el cuarto oscuro, sobre todo pertenecientes al peronismo pero también a la oposición tucumana. Mayor incertidumbre aún genera que en los episodios que efectivamente tenían por objeto cambiar el resultado (quema de urnas o introducción de boletas) hayan sido descubiertos representantes, una vez más, tanto del oficialismo y de la oposición.
Nada nuevo bajo el sol de una democracia que en forma creciente se entretiene con fuegos artificiales.

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