Las denuncias espasmódicas de fraude, otro capítulo que marca los límites de la oposición
Escribe
Sebastián Lacunza
Editor-in-Chief
Daniel Scioli necesitará un considerable impulso para ser electo presidente sin necesidad de acudir al ballottage en noviembre. El resultado de las primarias de anoche marcó un nuevo y claro triunfo de la marca Frente para la Victoria, del propio Scioli y de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner (CFK), que se cuenta no tanto por el apoyo algo inferior a cuarenta por ciento sino por la débil performance de su principal rival.
Como la propia CFK en 2007 y en 2011, Scioli disparó su victoria con holgadas ventajas en el Gran Buenos Aires, en las provincias del Norte y, en general, las medianas y chicas. Por el contrario, sus rivales encontraron su mejor performance en las ciudades más pobladas y en las provincias de mayores ingresos. En la Capital Federal, por caso, el kirchnerismo vio un resultado que se repitio en varios comicios desde 2003. Un cuarto del electorado apoyó al kirchnerismo, mientras Mauricio Macri volvió a encontrar su techo habitual en esta ciudad, con un poco menos de la mitad de los votos, un impactante porcentaje también conocido por el candidato del PRO.
La sólida victoria de Scioli estuvo acompañada por un porcentaje más elevado que el esperado para el peronismo disidente de Sergio Massa y José Manuel de la Sota. Mal dato para el PRO de Mauricio Macri, no sólo porque no marcó la diferencia sobre el tercero que necesitaba, sino además porque si el voto a los disidentes se diluye parcialmente en la primera vuelta, nada garantiza que no vaya a parar a la fórmula peronista Scioli-Zannini.
La propuesta Progresistas parecía al cierre de esta edición no llegar siquiera al cinco por ciento. Algo previsible pero no por ello menos decepcionante para un sector que denuncia en otros una impostación de los valores del centroizquierda y que, por lo visto, no logra convencer a los necesarios de que la suya (en este caso encabezada por Margarita Stolbizer) es la opción genuina.
Más a la izquierda se produjo una importante novedad. El joven diputado por Mendoza Nicolás del Caño (PTS) peleaba anoche voto a voto con el veterano del Partido Obrero Jorge Altamira, un eterno candidato que se presenta como el dueño del dogma trotskista.
Exponentes de la oposición política y mediática dedicaron buena parte de la jornada de ayer a denunciar fraude o robo de boletas. Nada demasiado novedoso. La - hasta ayer - precandidata presidencial Elisa Carrió tiene una larga experiencia en señalamientos de este tipo. En 2007, cuando llevó sus acusaciones a Washington DC, CFK fue electa presidenta por primera vez con más de veinte puntos de diferencia sobre la propia denunciante. En 2011 fue el turno de Eduardo Duhalde, quien quedó a 49 puntos de la Presidenta reelecta (vio “fraude electrónico”). A Duhalde se sumó luego el exministro de Economía Roberto Lavagna, quien aventuró que el “fraude” era una costumbre en la Argentina.
La particularidad que unió a estas denuncias es que ninguna adquirió cuerpo en un expediente judicial. No fueron más que suspiros basados sobre alguna anécdota, casos aislados o la mera intuición.
Dirigentes del PRO, el partido conservador más competitivo de la historia de la democracia argentina, apenas disimulan que siguen la estrategia de marketing dictada por el gurú ecuatoriano Jaime Durán Barba. Desde el mediodía de ayer, el libreto se transformó en una catarata de acusaciones de fraude, expresadas casi a desgano, que poblaron medios y redes sociales. Sólo la inflación mediática de nuestra era logró dar a esas alegaciones un vuelo un poco mayor al habitual.
En toda democracia existen bastiones electorales; pueblos, ciudades o zonas geográficas con preponderancia de determinadas opciones políticas, que hacen sentir su peso, aunque sea con avivadas de poca monta, a la hora de fiscalizar el voto. En algunas pesa más un partido, en otras, el rival. Dada la imposibilidad de la “irregularidad cero”, lo relevante es que no se produzcan prácticas sistemáticas que tergiversen el cómputo. Hasta ahora, nadie pudo siquiera denunciar, y menos aún probar, nada por el estilo.
De hecho, la democracia Argentina no registra experiencias recientes de fraude. El último recuerdo al respecto se remonta a la “década infame”, la del 30, cuando gobiernos conservadores fraguaban elecciones. Desde entonces, se produjeron proscripciones, golpes militares, votos anulados como forma de protesta y algún episodio aislado de quema de urnas, pero el día del comicio se vive con alto grado de transparencia desde hace más de siete décadas.
Otro asunto es la forma en que se vota. Todos los sistemas electorales exhiben ventajas y desventajas. Algunos facilitan el cómputo, otros reducen a casi cero el peso de los punteros de campaña, mientras otros se tornan más vulnerables al fraude electrónico. Ciertos procedimientos exacerban el peso de los apellidos y las fotos por sobre los partidos políticos, lo que atomiza el Poder Legislativo. El sistema de primarias obligatorias, estrenado en 2011, soluciona para el turno de las elecciones generales el problema de la multiplicidad abrumadora de boletas, elemento que tiende a confundir al votante. Si ayer fue un día complicado para sufragar, el cuarto oscuro de octubre tendrá no más de seis o siete opciones, claramente diferenciadas.
Las urnas dejaron ayer más o menos claro el panorama. En todos estos años, el kirchnerismo dejó expuestas severas limitaciones, incluso mostró ciertos rasgos autoritarios, pero su debilidad no fue precisamente la falta de apoyo popular.
Importantes dirigentes opositores que actúan por espasmos, pensando en el titular que le brinda generosamente algún medio afín, deberían empezar a darse cuenta de que allí radica parte de su problema. Hasta ahora se habían turnado para arriesgar hipótesis de fraude líderes opositores como Carrió, Duhalde y Lavagna, quienes fueron a su turno el principal rival del kirchnerismo. Ayer se sumó Macri. En democracia, pelear por el poder político consiste en armar un partido, dotarlo de equipos técnicos e ideología, y tener paciencia. Macri lo sabe mejor que nadie, porque fue el único capaz de esbozar una propuesta realmente competitiva.