En las últimas semanas, analistas, periodistas e incluso líderes
opositores coincidieron en remarcar un dato significativo del panorama político
argentino, amargo o agradable, según quien lo interprete. Avanzado el último de
sus ocho años de mandato, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner volvió a
un nivel de imagen positiva superior al cuarenta por ciento. El mundo de las
encuestas no está exento de la hipérbole del debate público argentino, por lo
que no faltan quienes acercan la adhesión hasta el 55 por ciento y quienes la
hunden hasta el cuarto de la población.
El cuarenta por ciento de aprobación ubica a la mandataria
por encima de sus colegas de Chile, Perú, Brasil, México y Venezuela, y supera
la adhesión que exhibían hacia el fin de sus gobiernos el radical
socialdemócrata Raúl Alfonsín y el peronista conservador Carlos Menem.
En enero y febrero, la imagen de CFK mostró las consecuencias
de la muerte del fiscal especial de la causa AMIA Alberto Nisman. Durante esa tormenta de verano, el deterioro de la aprobación presidencial, sin embargo, resultó más
bien moderado (cinco a diez puntos, que ya habrían sido recuperados por completo, dicen las encuestadoras más serias).
El significativo piso de apoyo a CFK requiere explicaciones.
Al desgaste previsible de un ciclo político que completará doce años y medio (incluida la presidencia de Néstor Kirchner), se suma el hecho de que el mandato 2011-2015
fue el de peor performance económica. Si, tras el descenso estrepitoso 1999-2002,
la Argentina estuvo, hasta 2011, entre los líderes del ranking regional de
crecimiento, reducción de la desigualdad y de la pobreza, los números más
recientes fueron mediocres y, en algunas variables, peores que el promedio
sudamericano.
El sociólogo Eduardo Fidanza, director de la consultora
Poliarquía, altamente crítico de la Casa Rosada, viene alertando hace meses
sobre la “persistente popularidad” de CFK. Asimismo, analistas y opositores aluden
a una especie de degradación moral del país por el hecho de que la imagen de la
Presidenta sufrió escaso impacto ante las denuncias de corrupción, como las que
afectan al vicepresidente Amado Boudou, o la propia muerte de Nisman ocurrida
cuatro días después de que acusara a la jefa de Estado de encubrir a los
responsables del atentado a la AMIA. Contrastan su caso con las severas
dificultades que exhiben por estos días las otras dos presidentas
sudamericanas, Dilma Rousseff y Michelle Bachelet, quienes -según explican- pagarían
el precio de denuncias de corrupción en deterioro de su popularidad.
Dicha hipótesis resulta insostenible aplicada incluso a los
países aludidos (Chile y Brasil). En el juego de la política, y de punta a
punta del arco ideológico, sobran los ejemplos locales e internacionales de
líderes cuya popularidad, en alguna medida, se independizó de las denuncias estruendosas, fundadas o no, que
involucraron a sus gobiernos. Luiz Inácio Lula da
Silva, Álvaro Uribe Vélez, Carlos Menem, Felipe González, Nicolas Sarkozy, George W. Bush,
Luis Lacalle, Francois Mitterrand, Augusto Pinochet, Silvio Berlusconi, Hugo
Chávez, Bill Clinton, Rafael Correa o Jacques Chirac son sólo algunos ejemplos de personajes
que han sobrevivido a acusaciones, procesos judiciales y condenas.
La denuncia de Nisman, expuesto su carácter turbio en
resoluciones judiciales en primera y segunda instancia, mantiene abiertos
algunos interrogantes. El principal, porqué fue presentada, cuál fue el
objetivo del fiscal y de quienes lo impulsaron a redactar tan precaria acusación.
A la luz de lo ocurrido, lo que incluye la todavía no esclarecida muerte del
fiscal, es probable que CFK haya quedado en posición aventajada partiendo de
una aparente debilidad. No sería la primera vez en el ciclo kirchnerista. Ello, pese a las respuestas por graves falencias
institucionales que debe dar el gobierno, como el manejo predemocrático de los
servicios de Inteligencia.
Sin embargo, el gasto social expone un motivo más sólido y
menos vinculado a los espasmos de la opinión pública a la hora de explicar la considerable
imagen positiva de la Presidenta. La Comisión Económica para América Latina
marca que el gobierno argentino es el que más ha invertido en la reducción de
la desigualdad con programas de transferencia directa y condicionada, medido en
porcentaje del PBI. No casualmente, la Argentina es seguida por Brasil, y ambos
encabezan el ranking de carga tributaria en el subcontinente. Un Estado recaudador convive con un Estado repartidor.
La Asignación Universal por Hijo, que abarca a 3,8 millones
de niños; el Plan Progresar para que 1,2 millón de jóvenes puedan completar sus
estudios (cuyo monto acaba de ser aumentado en un 50 por ciento); y la casi
universalización del ingreso para las personas mayores de 65 años, ya sea vía
jubilaciones o pensiones no contributivas, constituyen un entramado imposible de
soslayar a la hora de proyectar escenarios políticos en la Argentina. Los
citados son programas ambiciosos, de presupuestos monumentales, y están lejos
de ser los únicos.
Claro que hay espacio para debatir la sustentabilidad del
gasto social argentino o la pertinencia de subsidios de servicios públicos que
benefician también a sectores pudientes de la población. De todas formas, a ocho meses de la asunción del nuevo presidente y cuando se proyectan exitos o fracasos políticos, ningún abordaje debería omitir el hecho de que millones de familias transitan por un sendero que no es el que más tiempo ocupa en los medios masivos de comunicación.