Escribe
Sebastián Lacunza
Sebastián Lacunza
El fiscal Alberto Nisman sirvió a diferentes intereses
mientras estuvo a cargo de la investigación de la causa AMIA. Por ejemplo, ejerció
como punta de lanza de la estrategia del gobierno nacional, que por motivos no del
todo aclarados, decidió centrar la acusación en los clérigos
iraníes en detrimento de cualquier otra responsabilidad. De este modo, y en
acuerdo con la línea de los servicios de Inteligencia con los que trabajó,
Nisman desatendió las imputaciones locales del peor atentado de la
historia argentina.
El mecanismo de funcionamiento durante nueve años,
período que abarca el mandato de Néstor Kirchner y el primero de Cristina
Fernández, fue que el fiscal alimentaba la acusación contra Irán y el gobierno
nacional llevaba la denuncia a foros internacionales. Esta estrategia satisfizo
múltiples paladares. Los gobiernos de Estados Unidos e Israel no ocultaron su
objetivo en público y maniobraron en privado para sólo sentar en el banquillo
de los acusados al régimen de la República Islámica. Washington, incluso, dio
instrucciones a Nisman durante muchos años, que fueron recibidas sin reparo.
Cuando el gobierno argentino se enteró de esta dinámica de trabajo (2011), no hizo
nada para que una de las causas más importantes que tramitaba en la Justicia tuviera
un investigador independiente.
Este statu quo, que contaba con Nisman a cargo de una
oficina provista de cuantiosos recursos, tuvo otro aliado clave en la dirigencia
de las organizaciones judías agrupadas en DAIA, preocupada, también, por la
situación de un expresidente y su abogada, ambos denunciados por un tribunal federal por supuestamente
participar de los escandalosos fraudes de la primera investigación a cargo del
juez Juan José Galeano.
Durante años, muchos intereses confluyeron en la estrategia
seguida por Nisman, excepto el de los familiares de las víctimas fallecidas el 18
de julio de 1994 que buscaban la verdad, de acuerdo a lo denunciado por las
organizaciones 18-J, Memoria Activa y APEMIA. Mientras, el régimen iraní, presidido
por el antisemita Mahmud Ahmadineyad entre 2005 y 2013, no movía un ápice para
colaborar con la investigación.
En 2013 vendría el memorándum de entendimiento con Irán,
cuestionado por Israel y la DAIA pero no tanto por Nisman.
Un día de enero pasado, el fiscal regresó “intempestivamente”
de vacaciones, a las 48 horas presentó la impactante denuncia por encubrimiento
contra la presidenta Cristina Fernández y otros funcionarios, y a los cuatro
días apareció su cuerpo sobre un charco de sangre en el baño de su domicilio.
Con su muerte, comenzaría un nuevo festival de usos de
Nisman.
No bien se conoció el texto de la acusación contra CFK y el
canciller Héctor Timerman, ésta quedó expuesta en sus contradicciones, carencia
de pruebas y teorías disparatadas. Dos días antes de la muerte del fiscal, la
denuncia recibiría una lapidaria desmentida de Interpol. Semanas más tarde se
conocerían más irregularidades que dejarían la acusación del fiscal en un lugar
todavía más turbio.
En un dato saludable para el caso y para la democracia argentina,
la denuncia de Nisman tuvo tratamiento judicial en dos instancias. El juez
federal Daniel Rafecas y dos magistrados de Cámara se ocuparon de cocinar el
texto de la acusación en su propia salsa, al tiempo que se contuvieron de abundar sobre los
propósitos reales de su colega fallecido.
Impactado por la denuncia, el gobierno no se limitó a dejar en
claro sus argumentos. Desde la jefatura de Estado para abajo, funcionarios se
lanzaron a elucubrar sobre las causas de la muerte y no se ahorraron opinar sobre
su vida privada, en el límite de la obscenidad. Alguno, incluso, creyó que insultar
a Nisman era un paso aceptable.
Claro que el recorrido de Nisman habilita críticas y sospechas tanto en cuanto a sus intenciones políticas y su solidez profesional
como a su honestidad. El colaborador Diego Lagomarsino admitió ser casi un ñoqui a
cambio de devolver a Nisman la mitad de su sueldo, y dijo tener pruebas de este
supuesto pacto corrupto. Pero, en todo caso, la debilidad de la postura kirchnerista
es que la opacidad de Nisman no comenzó el 14 de enero pasado.
Los usos de Nisman son múltiples. Opositores (políticos y
medios) se ven en figurillas para dar a la denuncia formulada algún viso de
seriedad. Tal resulta un paso esencial para poder acusar al gobierno nacional
del “asesinato” de un "héroe", una tentadora teoría que entusiasma a los más enardecidos pero
que puede transformarse en un boomerang a corto plazo. Aparecen repentinos confesores
del fiscal fallecido, sagaces investigadores y exegetas de sus textos que suman
fantasías.
Al mismo tiempo, componentes de lo más tóxico del Poder
Judicial argentino, fiscales acusados por los familiares de las víctimas de la
AMIA de obstruir la investigación del atentado, tratan de incidir en la causa mediante métodos brutales. El gobierno paga el precio, una vez más, de
haber utilizado semejantes servicios hasta hace no mucho.
Por si todos estos manejos utilitarios fueran poco, los
denodados esfuerzos de la exesposa de Nisman y jueza, Sandra Arroyo
Salgado, por dar por probado un asesinato y llevar el caso al despacho de un colega afín en
el fuero federal incrementan la confusión. Arroyo Salgado habla de “pruebas
científicas” halladas por sus peritos que no están siquiera afirmadas como
tales en el informe presentado ante la Justicia y que, extrañamente, llegó a
estudios televisivos. El informe incluye fotos escabrosas del cadáver de
Nisman. Mientras, queda en la nebulosa si la exesposa de Nisman persigue los
mismos objetivos que la madre y la hermana del fallecido (su exsuegra y
excuñada), cotitulares de una cuenta en el exterior junto al colaborador
Lagomarsino, quienes afirmaron no pueden declarar ante la fiscalía por razones
médicas. Depósito misterioso cuya existencia sorprendió a Arroyo Salgado.