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La boleta que falta

Aun con las incógnitas que despierta el abuso del marketing y la inflación de ciertas preferencias mediáticas, la candidatura presidencial de Mauricio Macri representa el proyecto conservador más sólido de la historia de la democracia argentina. De acuerdo a lo conocido hasta ahora, el centroderecha argentino sólo había logrado éxito en las urnas cuando se camufló en el peronismo o el radicalismo, o cuando apeló al menos elegante fraude electoral, un siglo atrás.
La contracara del mérito de Macri es que las elecciones nacionales de octubre probablemente no encuentren ninguna boleta de centroizquierda en el cuarto oscuro, una paradoja tras una década larga de kirchnerismo, postulado como un peronismo de esa vertiente. Más aún si se tiene en cuenta que Cristina Fernández de Kirchner (CFK) mantiene el apoyo de cuatro de cada diez argentinos (según la consultora Poliarquía), lo cual representa un número alto para los actuales términos latinoamericanos, como bien remarca el consultor ecuatoriano de Macri Jaime Durán Barba.
Hasta ahora, el sello kirchnerista Frente para la Victoria tiene dos postulantes que concitan niveles relevantes de adhesión, tanto entre los votantes como entre caciques provinciales del peronismo. Primero, Daniel Scioli, un dirigente al que sus distintos jefes políticos (Carlos Menem, Eduardo Duhalde, Néstor Kirchner, CFK) reconocen lealtad pero al que nadie, ni él mismo, se animaría a calificar como "progresista". Dentro de la galaxia oficialista, sólo emerge como una amenaza hacia el gobernador bonaerense el ministro del Interior y Transporte, Florencio Randazzo,  quien parece tener un monotema de campaña: los trenes. A veces se le escapa el elogio al "peronismo transformador que combate a las corporaciones", pero ni su discurso ni su pasado refuerzan el eje temático esperable en alguien de centroizquierda. En cambio, sí se reconocen en dicho terreno otros postulantes oficialistas, como el ministro de Defensa, Agustín Rossi, o el excanciller Jorge Taiana, pero hasta hoy, sus nombres apenas alcanzan niveles de apoyo testimonial.
Cierto es que Néstor y Cristina Kirchner hicieron de la sorpresa una herramienta esencial para dominar la agenda pública. La estrategia encontró éxitos pero también evidentes pasos en falso. La última gran coronación ungida directamente por la Casa Rosada fue la de quien encabezara en 2013 la lista del oficialista FPV para contener la amenaza del peronista disidente Sergio Massa en la provincia de Buenos Aires: Martín Insaurralde. CFK puso entonces al poderoso aparato kirchnerista a promocionar a un hombre del que todavía se desconocen sus ideas políticas porque no las ha expresado. Entretenido en temas de farándula y a caballo del alto conocimiento público generado en la campaña de 2013, Insaurralde, la invención que fuera vitoreada en un estadio por La Cámpora, deshoja la margarita sobre su futuro.
En cualquier caso, no debería ser descartada una apuesta personal de CFK que desbarate el tablero del oficialismo. De acuerdo a las preferencias que la titular de la Casa Rosada no se esfuerza por ocultar, otra era K podría tener lugar. En ese escenario, la bendición al ministro de Economía, Axel Kicillof, podría transformarse en el intento de llegar a las elecciones nacionales con la aspiración de una dulce derrota, reconocen voceros oficialistas que refuerzan el potencial. La opción, expresada con realismo, sería perder con lo propio (ante Macri, Sergio Massa o el propio Scioli) con un piso digno de votos, antes que contribuir a una victoria de alguien que es percibido como ajeno. En esa hipótesis, el keynesiano Kicillof -confundido como neomarxista por buena parte de la prensa extranjera- podría representar el elusivo espacio de centroizquierda en el cuarto oscuro.
El kirchnerismo se independizó como fuerza política nacional asumiendo banderas de izquierda, pero su convivencia con la estructura del Partido Justicialista (el pejotismo) y los vicios de gobierno que ya se percibían en su gestión en Santa Cruz hicieron que un sector del denominado progresismo tomara distancia cuando no una abierta oposición. A tal punto, no son pocos quienes se asumen en el ideario de centroizquierda y hasta preferirían a Macri en la Casa Rosada antes que un nombre que represente la continuidad del actual Gobierno.
En esa vertiente intentó abrevar la alianza UNEN, que naufragó en un mar de contradicciones de dirigentes que sólo coincidieron en enarbolar un personalismo exacerbado. Los que quedaron en el ex-UNEN (el Partido Socialista y otros sellos menores de origen radical, marxista o peronista), tratan de disimular que fueron los últimos en enterarse de que Elisa Carrió o la mayoría de la UCR se sentían más cómodos en un proyecto de centroderecha que en uno de centroizquierda. Se supone que el grupo de engañados irá ahora detrás de la candidatura de la exradical Margarita Stolbizer, si es que no surgen nuevas dudas egocéntricas.
En medio de este desvarío del centroizquierda, Macri volvió a demostrar que es quien mejor sintoniza la ambición de Gobierno por fuera de los peronismos, y esta semana aclaró a su flamante socio, la Unión Cívica Radical, que no cuenta con él para cogobernar, algo lógico como estrategia para captar votos. El acuerdo se limita, aclaró, a competir en las primarias, por más que haya negociaciones menos públicas que vayan más allá. Más que bajarle el precio a la UCR apenas este partido selló su pase al Pro con su sonora convención de Gualeguaychú, Macri pagó por la UCR lo que realmente vale. 

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