En mayo de 2005 entrevisté en El Alto a Edgar Patana, por entonces líder sindical de la populosa y combativa ciudad boliviana. Con un país en ebullición, Evo Morales, todavía a siete meses de ganar la Presidencia, estaba lejos de liderar a los manifestantes que a diario bajaban desde la urbe que supervisa La Paz unos 500 metros más arriba.
En mi primera mañana paceña, tras caminar unos 200 metros, ligué un rebencazo de un campesino que se contrarió porque saqué una foto. Comenzó a sangrar mi nariz. La Policía bloqueaba el acceso a la Plaza Murillo, ante lo que el ala minera de los manifestantes tiraba dinamita para romper las barricadas. Breve estampida y a correr para retomar el bloqueo, como en el juego de la silla. Imagino que aún habrá rastros de los agujeros que provocaba la dinamita en el asfalto. No quisiera contar que después del rebenque un perro de la Policía posó su diente en mi mano. Mi penosa situación sirvió para que un agente me dejara pasar a la Plaza Murillo. La Policía boliviana es brava, ha hecho una y mil tropelías, pero la cara de susto de aquellos pibes no la olvido.
Fue así como terminé por la tarde de mi primer día en Bolivia sentado sobre el cordón de la vereda junto al ministro de la Presidencia. "Qué lindo sol hay en La Paz", ironizó. La plaza estaba desolada en un atardecer que parecía bucólico si no fuera porque se escuchaba a lo lejos "El Alto de pie, nunca de rodillas" y las explosiones de dinamita. Nadie podía entrar; nadie podía salir, y el entonces presidente, Carlos Mesa, permanecía atrapado en el Palacio Quemado.
Le siguieron, si cabe decirlo, los días más felices de mi vida profesional en un clima angustiante porque el país más pobre de Sudamérica estaba en suspenso. Podía pasar cualquier cosa, aunque Bolivia ya había sufrido "cualquier cosa" muchas veces. Pese a todo, muchos teníamos fundadas esperanzas de que alumbrara un cambio en el país más expoliado del subcontinente.
Por las frías noche escribía para Ámbito Financiero en una sala del hotel con todos los ventanales rotos. Más tarde, terminaba en algún boliche de Sopocachi, entre ellos un excelente restaurante francés que me señaló Eduardo Febbro.
Casi todos los días que vinieron subí a El Alto para luego bajar con los manifestantes. "¿El presidente Carlos Mesa qué es?", coreaba el dueño del altoparlante. "Una mierrrrrrrda", contestaba la multitud. "¿Y los diputados?"; "Farsantes con credencial". En ese trajín conocí a Pablo Stefanoni y a Maurizio Mautteuzzi, el periodista europeo que mejor entiende y más sabe de América Latina de los que conocí. Desde entonces, comencé a escribir para Il Manifesto desde Buenos Aires.
Entrevisté al diputado Evo Morales y a los caciques del régimen que se desmoronaba. La cancha del hoy fallecido Hormando Vaca Díez, quien me recibió dos horas en su despacho del Congreso, dejaba a Eduardo Duhalde hecho un poroto republicano.
Mi regreso, varios días después, no fue menos movido. Como la ruta estaba bloqueada y todavía no existía uno de los teleféricos más modernos del mundo que hoy une a la capital con El Alto, tuve que hacer unos cuatro kilómetros a pie con las valijas. Ya estaba resignado a perder el avión pero vino un pibe en bicicleta y me ofreció cargarme. Me cobraría dos bolivianos, avisó. El chaval hizo un kilómetro, allí donde la cuesta empieza a ceder. Llegó exhausto al aeropuerto. Intenté darle todo el cambio que tenía (ocho bolivianos, un dólar), pero insistió en cobrarme dos.
Pensé que no debía escribir ese regreso en el diario porque el protagonista no era yo sino los bolivianos que estaban en las calles. Hinde Pomeraniec llegó esa misma mañana a La Paz y bajó en bicicleta. Escribió una linda nota con la anécdota y me di cuenta de que me había equivocado. La bicicleta sorteando piedras era un buen punto de partida.
Años después, Patana sería electo intendente de esa cantera aluvional de votos para el MAS que representa El Alto, pese a que en 2005 lo sacudía fuerte a Evo. Bajo serias acusaciones de corrupción, esta noche perdió las elecciones ante una candidata de centro. En 2005, su humilde despacho de la Central Obrera Regional de El Alto estaba adornado con un póster de River. Llegué a manifestarle mi objeción.
En mi primera mañana paceña, tras caminar unos 200 metros, ligué un rebencazo de un campesino que se contrarió porque saqué una foto. Comenzó a sangrar mi nariz. La Policía bloqueaba el acceso a la Plaza Murillo, ante lo que el ala minera de los manifestantes tiraba dinamita para romper las barricadas. Breve estampida y a correr para retomar el bloqueo, como en el juego de la silla. Imagino que aún habrá rastros de los agujeros que provocaba la dinamita en el asfalto. No quisiera contar que después del rebenque un perro de la Policía posó su diente en mi mano. Mi penosa situación sirvió para que un agente me dejara pasar a la Plaza Murillo. La Policía boliviana es brava, ha hecho una y mil tropelías, pero la cara de susto de aquellos pibes no la olvido.
Fue así como terminé por la tarde de mi primer día en Bolivia sentado sobre el cordón de la vereda junto al ministro de la Presidencia. "Qué lindo sol hay en La Paz", ironizó. La plaza estaba desolada en un atardecer que parecía bucólico si no fuera porque se escuchaba a lo lejos "El Alto de pie, nunca de rodillas" y las explosiones de dinamita. Nadie podía entrar; nadie podía salir, y el entonces presidente, Carlos Mesa, permanecía atrapado en el Palacio Quemado.
Le siguieron, si cabe decirlo, los días más felices de mi vida profesional en un clima angustiante porque el país más pobre de Sudamérica estaba en suspenso. Podía pasar cualquier cosa, aunque Bolivia ya había sufrido "cualquier cosa" muchas veces. Pese a todo, muchos teníamos fundadas esperanzas de que alumbrara un cambio en el país más expoliado del subcontinente.
Por las frías noche escribía para Ámbito Financiero en una sala del hotel con todos los ventanales rotos. Más tarde, terminaba en algún boliche de Sopocachi, entre ellos un excelente restaurante francés que me señaló Eduardo Febbro.
Casi todos los días que vinieron subí a El Alto para luego bajar con los manifestantes. "¿El presidente Carlos Mesa qué es?", coreaba el dueño del altoparlante. "Una mierrrrrrrda", contestaba la multitud. "¿Y los diputados?"; "Farsantes con credencial". En ese trajín conocí a Pablo Stefanoni y a Maurizio Mautteuzzi, el periodista europeo que mejor entiende y más sabe de América Latina de los que conocí. Desde entonces, comencé a escribir para Il Manifesto desde Buenos Aires.
Entrevisté al diputado Evo Morales y a los caciques del régimen que se desmoronaba. La cancha del hoy fallecido Hormando Vaca Díez, quien me recibió dos horas en su despacho del Congreso, dejaba a Eduardo Duhalde hecho un poroto republicano.
Mi regreso, varios días después, no fue menos movido. Como la ruta estaba bloqueada y todavía no existía uno de los teleféricos más modernos del mundo que hoy une a la capital con El Alto, tuve que hacer unos cuatro kilómetros a pie con las valijas. Ya estaba resignado a perder el avión pero vino un pibe en bicicleta y me ofreció cargarme. Me cobraría dos bolivianos, avisó. El chaval hizo un kilómetro, allí donde la cuesta empieza a ceder. Llegó exhausto al aeropuerto. Intenté darle todo el cambio que tenía (ocho bolivianos, un dólar), pero insistió en cobrarme dos.
Pensé que no debía escribir ese regreso en el diario porque el protagonista no era yo sino los bolivianos que estaban en las calles. Hinde Pomeraniec llegó esa misma mañana a La Paz y bajó en bicicleta. Escribió una linda nota con la anécdota y me di cuenta de que me había equivocado. La bicicleta sorteando piedras era un buen punto de partida.
Años después, Patana sería electo intendente de esa cantera aluvional de votos para el MAS que representa El Alto, pese a que en 2005 lo sacudía fuerte a Evo. Bajo serias acusaciones de corrupción, esta noche perdió las elecciones ante una candidata de centro. En 2005, su humilde despacho de la Central Obrera Regional de El Alto estaba adornado con un póster de River. Llegué a manifestarle mi objeción.