Escribe
Sebastián Lacunza
Editor-in-Chief
Cualquier observador
más o menos atento a las noticias podía prever cuál sería la reacción de buena
parte del arco político y mediático no bien el fiscal Alberto Nisman presentó,
el pasado 14 de enero pasado, la denuncia contra Cristina Kirchner, Héctor
Timerman y otros oficialistas por encubrimiento de la responsabilidad del
atentado contra la AMIA, en 1994.
De inmediato, se
activaron los resortes previsibles. De un lado, la siguiente trinchera: una Presidenta
que urdió una “conspiración criminal” con “terroristas” (términos de Nisman) para
encubrir la muerte de 85 personas se ubicaba en la peor categoría del código
penal. La traición a las víctimas de un atentado devastador era más grave que
cualquier crítica a políticas “populistas” o acusación por corrupción
gubernamental, y tenía como único destino posible la salida del Ejecutivo y la
prisión. Sentencia: culpable.
Del otro, la
siguiente explicación: CFK, responsable de históricas transformaciones
sociales, enfrentaba un intento destituyente más serio que todos los
anteriores. El bloque opositor estaba conformado por un sector mafioso de los
servicios de Inteligencia, el principal grupo mediático y sus aliados, la
corporación judicial que se tomaba revancha del intento de reforma de la
Justicia de 2013 y, menos elocuentemente, el Gobierno de Estados Unidos.
Sentencia: víctma.
Así de binarios,
estos postulados pueden dejar fuera a muchos lectores que aspiran a visiones más
matizadas de la realidad. Sin embargo, debemos reconocer que los análisis
prudentes y complejos vienen ocupando un discreto segundo plano en el gran escenario
argentino, detrás de la vocinglería que sólo admite dos categorías.
El marco impone que la
información no siempre sea bienvenida. La postura radicalmente
opositora, que no alcanza a distinguir diferencias relevantes entre el
kirchnerismo y el nazismo o la dictadura de Videla (¿a nadie que lea los
diarios le suena extraña la comparación, verdad?), debía saltearse un elemento
no menor: la extrema debilidad de la denuncia del fiscal Nisman, tal como se la conoce hasta ahora, para probar tan
grave acusación.
En cambio, la visión
del “kirchnerismo épico” que defiende al pueblo frente a intereses mezquinos se veía forzada a omitir la pregunta de porqué el Gobierno había establecido
durante tiempos no breves pactos de íntima convivencia con los diferentes
estamentos de la mafia que ahora denuncia. (¿Pragmatismo inevitable? ¿un
paso atrás para dar dos adelante? Respuestas automáticas). El último acuerdo
roto con el sector del exjefe de Operaciones de la Secretaría de Inteligencia
Jaime Stiuso data de diciembre pasado, once años después de que el oficialismo
llegara a la Casa Rosada. Un detalle.
Nisman apareció
muerto en su domicilio cuatro días después de formulada la denuncia contra la Presidenta.
Las pruebas indican hasta ahora que se trató de un suicidio: su cuerpo fue
hallado dentro del baño bloqueando el ingreso, con las
puertas del departamento cerradas con llave, sin signos de resistencia y sobre un arma
solicitada a un allegado horas antes del disparo final, realizado a un
centímetro de distancia. Dicho esto, las extrañas circunstancias y la extrema
importancia institucional de su muerte abren muchos interrogantes. Más allá de
lo que todavía resta por dilucidar, las aguas vuelven a dividirse. Posición A: al
fiscal especial de la causa AMIA lo mató o lo instó al suicidio el Gobierno.
Posición B: lo mató o lo instó al suicidio la mafia que lo había utilizado
hasta entonces.
Desde hace un
tiempo, los grandes trazos del periodismo argentino (y por cierto, los más
exitosos en términos de repercusión y facturación) se dedican a ratificar lo
que sus lectores ya saben o imaginan. En una lógica circular, audiencias convencidas y/o enardecidas acceden a noticias que les aportan hipótesis o información parcial
que confirma sus especulaciones, lo que aumenta la lealtad al medio.
No habrá demanda ni mayor oferta de aquello que contradiga las presunciones. En
alguna medida, son años de periodismo para creyentes. La era de la comunicación
no es la era de la información.
Los políticos van a
la zaga de esta lógica. Por su lado, el kirchnerismo bloquea los matices de su
oferta política. Salvo un par de excepciones del campo intelectual, todo aquel
que saque tibiamente los pies del plato recibe un escarmiento impiadoso. Al
disidente se le retira hasta el saludo, aunque defienda los trazos centrales de
la política oficial. Luego, si el disidente se cruza al campo opositor, pasa a
ser un traidor.
En la vereda de
enfrente, no ha aparecido el dirigente que se atreviera a tomar clara distancia de
la denuncia de Nisman. Los hay, pero prefieren no decirlo públicamente o
disimular unas palabras de compromiso, como si no fuera posible mantener una
actitud crítica hacia la responsabilidad del gobierno en el estancamiento
económico o los casos de corrupción, y a la vez asumir un discurso propio que
no es el más esperado por la pantalla televisiva.
El intento de eludir la lógica
descripta no sólo es desafiante para quienes participamos en el debate público sino
que torna al periodismo en una actividad mucho más amena y útil para los
lectores. Los riesgos no son menores. Si hablamos de periodismo para creyentes,
suena a todas luces lógico que incluso se aborde al Buenos Aires Herald, un
diario pequeño, el único en inglés de Sudamérica y que se equivoca con
frecuencia, en términos de bendiciones y maldiciones. Pero, como ese marco es
más propio de las religiones que del periodismo, en estas páginas preferimos acotarnos
a los límites de la razón, la información, los valores y la diversidad.