El presidente del Gobierno español, Mariano Rajoy, quedó involucrado personalmente por primera vez en el escándalo por la financiación ilegal de su Partido Popular. Lo acusaron de cobrar sobresueldos en negro.
La mesa está servida: una crisis económica y social que barrió con seguridades sostenidas por décadas y, de paso, con el imaginario de la España potencia; un oficialismo que agotó las promesas electorales a fuerza de tempranos incumplimientos; ausencia de liderazgos; y alternativas políticas que atraen menos que lo que hoy hay en La Moncloa.
Por sobre todo, como causa (entre muchas) y consecuencia (entre otras) de lo anterior, crece una trama de corrupción de la que sólo parece conocerse la punta del iceberg.
Un repaso por los nombres en juego sobre los que hay indicios o procesamientos por financiación ilegal de la política y/o enriquecimiento personal causa asombro: el yerno del rey, Iñaki Urdangarín, y el secretario de las infantas (por algún misterio insondable, la hija Cristina hasta ahora permanece impoluta para la Justicia); el expresidenciable y estrella del progreso de España Rodrigo Rato; el otrora ascendente exgobernador de Valencia Francisco Camps; el expresidente de Cataluña y factótum de la transición Jordi Pujol, y siguen las firmas y los fraudes, como el que involucra al extitular de la principal cámara empresarial Gerardo Díaz Ferrán (Marsans).
Muchos de esos apellidos están ligados a la trama Gürtel. No son migajas de la corrupción. Por el contrario, subyace un método que consistiría en que empresas proveían fondos para la campaña y para la financiación del Partido Popular (PP) a cambio de contratos con el Estado. Una tangentópoli ibérica.
Hasta ayer, las balas picaban cerca de Mariano Rajoy. A la luz de sus tibios y tardíos desapegos de dirigentes conservadores que iban cayendo en la picota de las denuncias periodísticas o judiciales, había motivos para sospechar que algo no estaba bien. Si la denuncia del diario El País ratifica su solidez (hay indicios de que no se trata de una gaffe similar a la foto de Chávez), Rajoy habría cobrado sobresueldos interesantes durante más de una década.
También hay, claro está, patas periodísticas. Federico Jiménez Losantos, referente del ala extrema del Partido Popular, dueño de una radio y de un portal de noticias, columnista de medios escritos, habría recibido 36.000 euros del dinero aportado por contratistas del Estado. Losantos es recordado por desearle la muerte al "gorila rojo" (Chávez), o por haber dicho sobre Cristina de Kirchner que es «esa señora detrás de un bótox, la jefa de la banda. Montonera ella, militante de la extrema izquierda terrorista de los años 70; lo peor de lo peor».
Sería un exabrupto anecdótico si no se tratara de un hombre que pulsea en la interna del oficialismo y que cuenta con una interesante pauta publicitaria de municipios y gobiernos del PP. En cualquier caso, sus referencias sobre el peronismo y la dirigencia política argentina fueron más despectivos que los comentarios vertidos por el propio Rajoy o Rato, hoy en el banquillo tanto por los sobresueldos como por la quiebra de Bankia.
Ayer, en su defensa, Losantos prometió investigar si alguna "sociedad fantasma" había aportado a su empresa y aseguró, en caso positivo, que derivaría el dinero a Cáritas, a la vez que lanzó un dardo contra El País: «A nosotros no nos regalan canales de televisión como a Prisa».
Los nexos non sanctos entre la política y las empresas españolas ocupan ya varios capítulos. En España, forma parte del discurso público que tal empresa (incluidos holdings periodísticos) está asociada al PP, tal otra al PSOE, otra al nacionalismo catalán. Algo no del todo distinto a lo que el exministro Lavagna denominó "capitalismo de amigos". Casualidad o no, Felipe González es hoy "consejero independiente" de Gas Natural Fenosa (La Caixa y Repsol); Rato hace lo propio en Telefónica, José María Aznar en Endesa (Enel), mismo destino en el que recaló la exministra de Economía de José Luis Rodríguez Zapatero Helena Salgado tan sólo tres meses después de dejar el Gobierno.
Rajoy nunca pisó del todo firme en el PP. La hoy aparentemente retirada Esperanza Aguirre, Rato y el aznarismo duro han menguado todo lo que pudieron su liderazgo. Dos factores por ahora parecen sostener su administración. Por un lado, la crisis, aunque agobiante, no llevó la sangre al río en los términos conocidos por la Argentina de 2001. El subsidio por desempleo, servicios públicos diminuidos pero existentes y el resguardo financiero de la Unión Europea mantienen a cierta distancia la desesperación colectiva y soluciones jacobinas.
Por el otro, las encuestas marcan un desplome de la intención de voto del PP y una confianza en la persona de Rajoy entre escasa y nula en un nivel superior al 80%. Un mal escenario al que le brinda consuelo que el opositor PSOE se acercque a los apoyos del tercer partido nacional, Izquierda Unida, cuya performance no es nada del otro mundo. El jefe socialista, Alfredo Pérez Rubalcaba, merece desconfianza a nueve de cada diez españoles. El recuerdo del desempleo y los latrocinios por corrupción de la era González, y, más acá en el tiempo, la pobre reacción ante la crisis de Zapatero hunden a Pérez Rubalcaba, dirigente con altas responsabilidades en ambos gobiernos socialistas.
El escenario descripto lo tenía al jefe de Gobierno español como un hombre inerte ante la crisis pero no amenazado por ningún rival de fuste que propusiera algo distinto. La situación puede haber cambiado. Si en los próximos días Rajoy no acierta una explicación convincente que lo salve en lo personal de ésta y otras denuncias por venir, los tiempos podrían acortarse drásticamente.