Tiene 60 años y acaba de obtener los peores resultados del Partido Socialista Obrero Español en elecciones nacionales desde la normalización democrática. Abnegado estratega, cultor del bajo perfil, negociador en las sombras, fue ministro clave en los gobiernos de Felipe González y José Luis Rodríguez Zapatero. A ambos homenajeó en el congreso socialista que lo consagró el sábado como secretario general del partido; es decir, jefe de la oposición y eventual candidato a presidente del Gobierno.
Alfredo Pérez Rubalcaba no habría podido eludir el tributo a los dos gobernantes socialistas. A ellos, que fueron muy populares en su tiempo, debe su existencia política; en nombre de ambos sobrelleva un lastre con el que deberá lidiar por siempre. Su mérito, que lo catapultó a la jefatura del PSOE, no está dado por un liderazgo carismático o la frescura de su discurso, los que nadie se atreve siquiera a mencionar. Más bien, Pérez Rubalcaba llegó a la dirección socialista por su dominio de las líneas internas, su sólida formación intelectual, la ausencia de escándalos que lo inhabiliten y su capacidad negociadora. Esa suma, en un partido fóbico a las elecciones primarias y la participación directa de los afiliados, le alcanzó a este doctor en química para vencer a la feminista, izquierdista y catalanista (sus críticos agregan, oportunista) Carme Chacón por apenas 22 votos de delegados.
Es éste el punto de partida desde el cual Pérez Rubalcaba comandará al PSOE en una travesía por el desierto, sin promesas para ofrecer ni cargos para repartir. Es probable que, en marzo próximo, los socialistas pierdan su principal bastión y última comunidad autónoma que les queda en sus manos: Andalucía.
Cuesta imaginar un puerto de llegada tentador para semejante desafío. Va de suyo que Pérez Rubalcaba debe manejar dos hipótesis: que Rajoy logre desactivar las bombas de tiempo de la economía española (lo que dependerá, sobre todo, de la ayuda de Europa) y revierta números sociales deprimentes, o que le vaya mal.
Si al Partido Popular le va bien, la reelección de Rajoy en 2015, con Pérez Rubalcaba como rival, resultará un trámite. Si los conservadores no logran modificar en algo la tendencia en un plazo razonable, acaso dos años, seguramente el actual primer ministro agotará su capital y se potenciará la crisis de representatividad española. En esa instancia, cabe preguntarse cuánto podría mover el amperímetro un hombre como Pérez Rubalcaba, tan asociado al establishment y la nomenklatura de un partido como el PSOE, hoy visto por la gran mayoría de los españoles como corresponsable primario de la debacle.
Otra alternativa es que el electo jefe partidario trate de acomodar las cosas para hacer valer su dedo y dejar la posta a un líder renovador. El suyo será, en última instancia, el dedo del felipismo perenne. Es decir, no habrá lugar a renovaciones ni a sorpresas que muevan las estructuras del PSOE.
El nuevo líder socialista llevó a cabo en las pasadas elecciones, del 20 de noviembre, una candidatura imposible. Debió convencer al electorado de que habría podido dominar una crisis que se estaba llevando puesto a un Gobierno del que él mismo era uno de sus máximos exponentes, y que el desafiante (Rajoy) iba a implementar horrorosos ajustes que su propio jefe político (Zapatero) no sólo había comenzado a aplicar sino que había comprometido ante las autoridades europeas. Ergo, el 28,7% de los votos.
En España subyace un sentimiento parecido al «que se vayan todos». Hace ya años que las encuestas marcan escaso entusiasmo con todos los políticos relevantes, incluido Rajoy. Por ahora, el subsidio del desempleo, la cohesión social dada por años de progreso, la pertenencia a la Unión Europea y ciertas tradiciones políticas contienen la magnitud de la bronca.
Si se habla del famoso «relato», España se dio a sí misma un relato que le permite erigir pedestales poblados por algún gobernante gris, algunos exponentes clave de lo peor de su pasado, o algún otro líder con más causas de corrupción de las que amerita un estadista. Por ahora, nadie asume para sí mismo ninguna responsabilidad como para dar un paso al costado.
Alfredo Pérez Rubalcaba no habría podido eludir el tributo a los dos gobernantes socialistas. A ellos, que fueron muy populares en su tiempo, debe su existencia política; en nombre de ambos sobrelleva un lastre con el que deberá lidiar por siempre. Su mérito, que lo catapultó a la jefatura del PSOE, no está dado por un liderazgo carismático o la frescura de su discurso, los que nadie se atreve siquiera a mencionar. Más bien, Pérez Rubalcaba llegó a la dirección socialista por su dominio de las líneas internas, su sólida formación intelectual, la ausencia de escándalos que lo inhabiliten y su capacidad negociadora. Esa suma, en un partido fóbico a las elecciones primarias y la participación directa de los afiliados, le alcanzó a este doctor en química para vencer a la feminista, izquierdista y catalanista (sus críticos agregan, oportunista) Carme Chacón por apenas 22 votos de delegados.
Es éste el punto de partida desde el cual Pérez Rubalcaba comandará al PSOE en una travesía por el desierto, sin promesas para ofrecer ni cargos para repartir. Es probable que, en marzo próximo, los socialistas pierdan su principal bastión y última comunidad autónoma que les queda en sus manos: Andalucía.
Cuesta imaginar un puerto de llegada tentador para semejante desafío. Va de suyo que Pérez Rubalcaba debe manejar dos hipótesis: que Rajoy logre desactivar las bombas de tiempo de la economía española (lo que dependerá, sobre todo, de la ayuda de Europa) y revierta números sociales deprimentes, o que le vaya mal.
Si al Partido Popular le va bien, la reelección de Rajoy en 2015, con Pérez Rubalcaba como rival, resultará un trámite. Si los conservadores no logran modificar en algo la tendencia en un plazo razonable, acaso dos años, seguramente el actual primer ministro agotará su capital y se potenciará la crisis de representatividad española. En esa instancia, cabe preguntarse cuánto podría mover el amperímetro un hombre como Pérez Rubalcaba, tan asociado al establishment y la nomenklatura de un partido como el PSOE, hoy visto por la gran mayoría de los españoles como corresponsable primario de la debacle.
Otra alternativa es que el electo jefe partidario trate de acomodar las cosas para hacer valer su dedo y dejar la posta a un líder renovador. El suyo será, en última instancia, el dedo del felipismo perenne. Es decir, no habrá lugar a renovaciones ni a sorpresas que muevan las estructuras del PSOE.
El nuevo líder socialista llevó a cabo en las pasadas elecciones, del 20 de noviembre, una candidatura imposible. Debió convencer al electorado de que habría podido dominar una crisis que se estaba llevando puesto a un Gobierno del que él mismo era uno de sus máximos exponentes, y que el desafiante (Rajoy) iba a implementar horrorosos ajustes que su propio jefe político (Zapatero) no sólo había comenzado a aplicar sino que había comprometido ante las autoridades europeas. Ergo, el 28,7% de los votos.
En España subyace un sentimiento parecido al «que se vayan todos». Hace ya años que las encuestas marcan escaso entusiasmo con todos los políticos relevantes, incluido Rajoy. Por ahora, el subsidio del desempleo, la cohesión social dada por años de progreso, la pertenencia a la Unión Europea y ciertas tradiciones políticas contienen la magnitud de la bronca.
Si se habla del famoso «relato», España se dio a sí misma un relato que le permite erigir pedestales poblados por algún gobernante gris, algunos exponentes clave de lo peor de su pasado, o algún otro líder con más causas de corrupción de las que amerita un estadista. Por ahora, nadie asume para sí mismo ninguna responsabilidad como para dar un paso al costado.
Comentarios
Publicar un comentario