Cuando a mis 15 vi Salsa Criolla junto a Pancho y Nacho, me fui con la sensación de que había recibido de Enrique Pinti un enojo entre adolescente, por su escasa profundidad, y condescendiente con sus espectadores. Se dibujaba en esa obra, como pasó en sus secuencias, "una pobre clase media trabajadora, medio inocentona, algo mediocre pero con valores esenciales, traicionada por esa manga de hijos de puta que nos gobiernan" (lo único textual es el insulto). Para que ningún espectador se sienta agredido (y deje de pagar la entrada), resulta que su metralla verbal equipara a todo el mundo. Todos culpables, nadie culpable. Hubiera preferido algún blanco concreto, algo de saña, algo de incorrección política, no importa contra quién. El periodista Facundo García se atrevió el fin de semana a esa rareza profesional que es la repregunta. Como resultado, confirmo, algunas décadas después de la cita en el Liceo, que aquellas ocurrencias de un actor muy discreto y seguro que buen tipo no tenían elaboración detrás.
Unos tipos con micrófono que insultan más que un hincha desbordado son presentados en las webs y en la tele como apasionados que causan gracia. Antes que ocurrentes espontáneos son, en realidad, violentos equiparables con barrabravas. Es una paradoja que ello ocurra en el Río de la Plata, donde nacieron los mejores relatores de fútbol del mundo. Entre ellos, el mejor, Víctor Hugo. El jugador sublime tuvo al relator sublime. Por su universo de palabras y sus tonos de voz, por sus creaciones artísticas; por su capacidad para leer la jugada y por la precisión de la narración. Casi no aparecen ahora los diálogos que VH presumía entre jugadores o con el árbitro, o el "que sea, que sea, que sea". Pervive el "ta ta ta" y el "no quieran saber". Contemporáneos de Víctor Hugo, hubo y hay relatores brillantes (soy injusto y nombro seis: Juan Carlos Morales, José María Mansilla, José Gabriel Carbajal, el primer Walter Saavedra y el mejor relator argentino que esc...
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