By
Sebastián Lacunza
Editor-in-Chief
@sebalacunza
En las democracias occidentales, un abordaje promueve al Estado como garante del derecho a la información, en tanto derecho humano, mientras otro confía en el
mercado como el organizador más eficiente del sistema de medios, sin que estas
dos vertientes sean antitéticas. El primero brega por mayor igualdad a la hora
de emitir y la garantía de que todos los sectores de la población, más allá de
diferencias sociales y geográficas, puedan acceder a voces múltiples. Con ese
fin, el Estado asume una alta potestad regulatoria para limitar la
concentración de la propiedad y garantizar el acceso, a la vez
que actúa como un actor primordial en la gestión de medios a su cargo. La
postura liberal, en cambio, parte del principio de que las preferencias del
público ordenan el sistema de medios, por lo que la intervención estatal puede tornarse distorsiva o, en el peor de los casos, autoritaria.
Llevados estos principios a la práctica, no todo es tan claro.
El paradigma de los medios concebidos como servicio público funcionó en gran
parte de Europa hasta fines de los años ochenta. Bajo ese modelo, la radio y la
televisión estaban en manos del Estado, casi exclusivamente, mientras los propietarios privados quedaban restringidos a la prensa escrita. Desde aquel escenario, con
la crisis del Estado de Bienestar y la caída del bloque soviético, surgieron
modelos con marcados matices. En países como Reino Unido, Alemania, Francia,
Israel y los escandinavos, el Estado sigue marcando el pulso de la radio y la
televisión, en un sistema de competencia relativa con los canales privados. Las
emisoras públicas — BBC, ZDF, ARD, France 2, Arte, que no
funcionan como órganos partidarios del Poder Ejecutivo — mantienen elevados estándares de calidad y cuentan con mecanismos de financiamiento insostenibles
para una empresa privada, lo que les permite cubrir geografías y agendas no rentables, a la vez que compiten y, por lo general, ganan. La
otra vertiente, afincada en el sur de Europa, vio surgir licenciatarios
privados arrolladores (Berlusconi), que contagiaron con su estética a los medios estatales
(RTVE, RAI), cuyo perfil además se encuentra más sometido a los cambios de gobierno. No casualmente, la concentración en todo el sistema de medios,
incluida la prensa gráfica y los digitales, es mucho más perceptible en España
e Italia que en el Norte de Europa.
El paradigma del capitalismo libre se ve reflejado en el esquema de medios de Estados Unidos. Grandes marcas dominan la televisión
abierta hace décadas (ABC, CBS, NBC y, más recientemente, Fox). La prestigiosas emisoras públicas no estatales NPR y PBS no compiten por el rating. Algo parecido
ocurre con los diarios, nicho que suele tener un periódico de calidad dominante
por ciudad, o dos por excepción. Esa religión no se toca. En los kioskos de New York, por ejemplo,
resulta muy difícil conseguir The Washington Post, y a la inversa. El mercado
de TV paga — el más lucrativo del sistema de medios en la pasada
década —, encuentra a varios actores en escena, aunque la competencia geográfica
es más limitada (AT&T-DirectTV, Dish, Comcast-Time Warner Cable,
Cablevision).
No obstante, en EE.UU. no rige la ley de la selva. Hay
límites establecidos para prevenir la configuración de monopolios,
lo que no quita un intenso lobby para desandar ese camino (de Rupert Murdoch,
por citar a alguien). Es decir, un actor preponderante del mercado de diarios
(New York Times) tiene vedada la explotación de TV en una misma región, y también imperan techos para la porción de la audiencia. El ente regulador Federal Communications
Commission está compuesto por cinco directores propuestos por
el presidente y convalidados por el Senado, que tienen mandato por cinco años
(es decir, exceden el término presidencial); en cualquier caso, no más de
tres de ellos pueden pertenecer al mismo partido. Por la acción de la FCC es que no existen en EE.UU. conglomerados tan protagónicos como los latinoamericanos Globo, Televisa o Clarín.
Existen modelos más o menos estatistas o liberales, y existe
el modelo del gobierno de Mauricio Macri, dispuesto a subir, bajar y tachar de
la lista a sola firma. La voz cantante de la política de medios del macrismo
corre a cargo de dos funcionarios de origen radical. Uno de ellos, Hernán
Lombardi, viene hablando de diversidad, virtud que está por verse con el correr de los meses. El otro es Oscar
Aguad, un hombre de acción. No bien asumió, el
exdiputado cordobés e interventor en Corrientes advirtió que "una ley del
Congreso no puede limitar la capacidad del presidente". No menos peligroso
que ello es su palmario desconocimiento de la legislación que le toca
administrar.
No vivimos días en que los funcionarios del gobierno sean
confrontados por la prensa, pero en una de las esporádicas ocasiones en que
ocurrió, Aguad quedó mal parado cuando justificó que el desplazamiento por
decreto de Martín Sabbatella al frente de la AFSCA fue debido a su militancia,
cuando ya era público que el interventor designado en el organismo es un
exlegislador del PRO en la Ciudad de Buenos Aires. Al menos, Agustín Garzón no
es su yerno, como sí lo es Rodrigo de Loredo, nombrado al frente de la compañía
de telecomunicaciones estatal ARSAT. Sobre lo absurdo del argumento de Aguad de
que los decretos para designar jueces de la Corte Suprema o para modificar
leyes aprobadas por amplia mayoría del Congreso (como la audiovisual o "de medios") son
un mecanismo aceptable sólo si son firmados por alguien con buenas intenciones
como Macri, pero son un síntoma de un gobierno dictatorial si los suscribe
"una populista" como Cristina Fernández de Kirchner, es mejor no
perder el tiempo.