El principal debate electoral pasa por pronosticar las chances reales de ganar de la fórmula Scioli - Zannini
Sebastián Lacunza
Sebastián Lacunza
Editor-in-Chief
Analistas, políticos y encuestadores esbozan cálculos riesgosos para las primarias de agosto, en ambos sentidos.
Algunos prevén que como el Frente para
la Victoria salió tercero en los tres distritos que votaron gobernador en los
últimos meses (Córdoba, Santa Fe y la ciudad de Buenos Aires) y alternó triunfos
y derrotas en provincias medianas y pequeñas, las chances reales del
oficialista Daniel Scioli de ganar las elecciones presidenciales son escasas.
El pronóstico, expuesto hasta en infografías, conlleva un
alto margen de error. Una traslación lineal entre el voto provincial y la
elección nacional choca contra la evidencia empírica de las últimas tres
elecciones presidenciales. En particular, la performance de los resultados
provinciales a lo largo de 2011, si bien no fue idéntico al actual, es bastante
parecida, y al final del ciclo, Cristina Fernández de Kirchner (CFK) fue reelecta con 54 por ciento de los votos.
El exceso de optimismo opositor tiene su contracara en la
confianza desmedida exhibida por el kirchnerismo una vez que fue anunciada la
fórmula Daniel Scioli – Carlos Zannini. El oficialismo asumió que la
combinación de la alta popularidad de la Presidenta y del gobernador de la
provincia de Buenos Aires, un fenómeno político basado, al menos hasta
comienzos de este año, sobre la indefinición sostenida a rajatabla, impulsaría
una victoria electoral en primera vuelta.
No hay razones valederas para sostener ninguna de las dos
posiciones. Está claro que el resultado electoral no está atado a la imagen de
los líderes políticos, que es variable, obedece a diferentes intensidades y
sustentos. Michelle Bachelet abandonó su primer mandato en 2010 con una imagen
superior a 70 por ciento, y ello no impidió una amplia victoria del conservador
Sebastián Piñera sobre el aliado de la presidenta chilena Eduardo Frei. De
igual forma, Luiz Inácio Lula da Silva no trasladó íntegramente su popularidad
a Dilma Rousseff cuando ésta fue electa por primera vez.
CFK protagonizó en 2011 una formidable recuperación
política desde el bajón de 2008-2009, pero la situación era muy distinta a la
actual. Desde 2003 hasta 2011 inclusive, con la excepción del 2009, año de
desbarajuste internacional, la economía argentina había estado entre las que
más crecían en el mundo. Además del crecimiento, el gobierno de CFK había
aplicado en los dos últimos años de su mandato políticas de alto impacto en los
bolsillos de millones de argentinos (asignación universal por hijo), ampliación
de derechos (matrimonio igualitario) y valor simbólico (ley de medios).
Dos años después, el gobierno intentó ganar las
elecciones de medio término sobre esos mismos argumentos y fracasó. El
kirchnerismo terminó cerca de veinte puntos porcentuales por detrás de lo
conseguido en 2011, algo parcialmente al tratarse de elecciones legislativa. El
ciclo económico ya era otro y la Argentina, lejos de ser una excepción, no
crecía o crecía menos que sus vecinos.
La pobreza (en torno a 15 por ciento, por decir algo),
los altos márgenes de economía informal y ciertas consecuencias sociales de la
catástrofe de 2001-2002 no fueron mayormente revertidos o siquiera modificados en
los últimos cuatro años, por lo que es esperable que si esos factores inciden
en el voto, jueguen en contra del oficialismo.
Frente a una economía estancada, el gobierno de CFK
mostró reflejos para ampliar los programas de transferencias de ingresos a la
población, con aumentos significativos, en promedio anual, por encima de la
inflación en la asignación por hijo y las jubilaciones, extensión de moratorias
y creación de nuevos programas para jóvenes y adolescentes.
Otro costado de la relativamente alta popularidad
presidencial (los encuestadores coinciden en otorgarle a la Presidenta más de 50
por ciento de aprobación) vino dado por el choque contra los fondos buitres. El
lumpenaje financiero y la notoria ajuridicidad del juez neoyorquino Griesa sirvieron
en bandeja a la Casa Rosada la posibilidad mostrar una cara firme y del lado
correcto. Por su parte, la oposición tuvo la habilidad para quedar, más de una
vez, del lado incorrecto.
Como un caso análogo aunque en un plano muy distinto, la
denuncia por supuesto encubrimiento de los autores del atentado a la AMIA
presentada por Alberto Nisman contra CFK y otros funcionarios, una acusación
cuyas características fraudulentas quedaron expuestas en tres instancias
judiciales, y la misteriosa muerte del fiscal terminaron por, como mínimo, no
afectar al gobierno. Lejos de estar exento de dar explicaciones, el Ejecutivo
todavía debe dar cuenta de los motivos por los que trabajó codo a codo durante
ocho años con el fiscal Nisman, autor de supuestas ilegalidades, en el marco de
un uso espurio de los servicios de Inteligencia. Nuevamente, voces de la oposición,
al intentar transformar a Nisman en un héroe y darle entidad a la denuncia,
fortalecieron la postura gubernamental.
Otros aspectos no permiten ver diferencias entre los principales candidatos. La desconcentración del mercado sugerida por la
ley de medios quedó en el olvido, mientras las políticas de seguridad del
oficialismo, expresadas en las policías Federal y de la Provincia de Buenos
Aires, no difieren en casi nada de la aproximación de Mauricio Macri y Sergio Massa: mano dura. La corrupción, grosso modo, se
mantiene en sus niveles habituales.
Si se atienden estos claroscuros y los fallidos que recorren
todo el campo de los encuestadores, parece apresurado lanzar predicciones
asertivas sobre el resultado por venir. Mientras el juego de la adivinación parece dominar el debate público, quizás
estarían quedando otros temas más relevantes en la agenda.