Escribe
Sebastián Lacunza
Editor-in-Chief
En los últimos dos días de 2014, el país recordó el triste aniversario del incendio del local bailable República Cromañon, que diez años atrás había dejado 194 muertos. Entre otras autocríticas ausentes, el entonces alcalde, el centroizquierdista Aníbal Ibarra, no hizo mención alguna a una falencia de índole política que derivó en su destitución quince meses después de aquel incendio, una debilidad que representa la contracara del atendible armado partidario de su archirrival, Mauricio Macri.
No es objeto de estas líneas analizar la justicia de aquella
destitución por la cual un intendente terminó pagando con su cargo la
negligencia o la corrupción de inspectores municipales de rango inferior. Algo
que Ibarra no menciona es que, habiendo sido reelecto en 2003 y con una imagen
pública ni brillante ni oscura, careció de todo liderazgo para impedir una
victoria de sus opositores en la Legislatura de la Ciudad. Para alcanzar la
mayoría calificada de dos tercios de los votos necesaria para desplazar al jefe
de Gobierno, muchos de los que habían ingresado al parlamento local en la lista
de Ibarra se sumaron al sólido bloque de la oposición de centroderecha.
Entonces, como ahora, las bancadas “progresistas”, de izquierda o peronistas de
la Legislatura porteña estaban atomizadas, atrapadas entre egos y cálculos sin
mucho vuelo pero altas pretensiones. Con cinco años en el cargo (1999-2004), el
exfiscal Ibarra no supo torcer su destino.
La contracara del devenir de Ibarra es la proyección que
consiguió el Pro de Macri, a partir de la obtención de más de 45 por
ciento de los votos en sendas primeras vueltas para la jefatura de Gobierno de 2007 y 2011. En una ciudad que se precia de sus costumbres liberales y su
diversidad, una fuerza conservadora, que tan sólo exhibe una discreta gestión,
logró conformar una hegemonía sin amenazas a la vista. A tal punto se siente
confiado el macrismo de la Capital Federal, que arriesga no postular a la candidata
que, podríamos decir, le garantizaría el triunfo, la senadora Gabriela
Michetti, y en cambio apuesta por el poco popular Horacio Rodríguez Larreta,
apoyado por el dispendioso aparato publicitario y partidario del Pro.
Sería necio negar que la destitución de Ibarra tuvo que ver
con el acceso de Macri a la Jefatura de Gobierno. La poca vocación de poder del
centroizquierda se vio incrementada tras la tragedia de Cromañón, y ello dejó
la bandeja servida al Pro, que dos años después accedió a la intendencia de
Buenos Aires. Pero tan o más necio sería dejar de reconocer méritos de Macri
para consolidar un proyecto que ahora lo tiene como un competidor atendible por la
Presidencia. La fuerza política del Jefe de Gobierno es una inédita experiencia
de centroderecha para la polìtica argentina. Varias son sus particularidades. No
navega enmascarada en el peronismo o el radicalismo (no es un apèndice de
Carlos Menem ni de la Uniòn Democràtica antiperonista) a la vez que consolidó su imagen en un núcleo duro de votantes en el distrito clave que gobierna. Con ello, proyecta
su fuerza a la Nación, sumando entre 13 y 28 por ciento de intención de voto,
según las encuestas, lo que podría marcar un récord. Otros intentos, como los de los exministros de Economía Domingo Cavallo y Ricardo López Murphy, o el marino
golpista Francisco Manrique, apenas se mantuvieron en pie unos años, mientras
que el icónico corredor de cuatro décadas, Álvaro Alsogaray, nunca
logró superar el siete por ciento en elecciones nacionales. En rigor, el fraude
en el primer tercio del siglo XX y las dictaduras militares habían sido el
vehículo casi exclusivo de acceso a cargos ejecutivos de la derecha argentina.
A diferencia de otros millonarios, Macri no descansó en sus
billetes. Muchas experiencias marcan que empresarios como el jefe de Gobierno
confían demasiado en sus fortunas para irrumpir en política, pero se olvidan de
elaborar una estrategia, convocar a militantes y formar equipos. En definitiva,
de armar un proyecto político.
Por el contrario, el candidato presidencial del Pro preparó
su ingreso a la política con tiempo, lo que incluyó una estratégica escala en
la presidencia de Boca Juniors. En 2003, con las heridas todavía abiertas desde
la feroz crisis 2001/2002 y la avanzada galopante del kirchnerismo, Macri
perdió por poco margen frente a Ibarra (53-47) en el ballottage. Pocos
apellidos como el suyo eran entonces tan representativos del sistema económico
del menemismo y del capitalismo de amigos de cualquier gobierno, blanco
preferido del primer Néstor Kirchner. En 2011, dos meses antes de que Cristina Fernández
de Kirchner se convirtiera en una de las presidentas más votadas de la historia
argentina, Macri volvió a encontrar una contundente victoria en la ciudad de
Buenos Aires. También ese año, el jefe de Gobierno demostró paciencia y eludió el
deslucido papel de los candidatos presidenciales opositores.
El Pro cuenta con
líder, estructura, coherencia ideológica, burocracia de gobierno, presupuesto público,
núcleo duro de votantes y, como mínimo, la anuencia del principal grupo de
medios de la Argentina, elemento útil para disimular montañas de basura o un
subte estancado. La suma no es poco en la política argentina. Es, además, el preferido
de importantes sectores de clase media alta y de la comunidad de negocios con
alta incidencia en la agenda mediática. Hasta aquí, una lista de su haber.
Entre los déficits, se anota una débil inserción de Macri en
sectores populares, además de una exigua estructura partidaria en el interior
del país, con especial déficit en la provincia de Buenos Aires (37 por ciento
del padrón). Para subsanar las carencias del Pro en las provincias, Macri apeló
a famosos. El caso más exitoso, el del cómico Miguel del Sel en la provincia de
Santa Fe (cuarto distrito electoral, 8,36 por ciento del padrón), aparece
también como su mayor síntoma de debilidad. Del Sel, carismático comediante,
esboza prejuicios sociales ramplones y casi ningún pensamiento político. Que un
candidato que aspira a la Presidencia deba apelar a figuras de esas
características es de por sí demostrativo de sus limitaciones.
El amparo de la estructura peronista viene gradualmente perdiendo
influencia en la Argentina (la de la UCR se tornó prescindible hace un par de
décadas), y ello es aprovechado por el Pro. Así como la claridad ideológica
ayuda al macrismo a definir un perfil, en un país que no olvidó los traumas de
la apertura indiscriminada de la economía que derivó en el peor descalabro
social de su historia, la expresión liberal-conservadora enarbolada por el Pro todavía
puede significar una severa limitación para el próximo turno electoral.
En la Argentina sólo se puede confiar en ciertas encuestas
de intención de voto que no suelen ser publicadas en los diarios. En estas
semanas, algunos medios y analistas dan a conocer sondeos que antes que
pronósticos parecen expresiones de deseo de ver al Pro en la Casa Rosada. Sin
embargo, quienes menosprecian del todo las chances de Macri como candidato
presidencial deberían recordar aquél lugar común que decía que nunca Buenos
Aires elegiría como intendente a un empresario de centroderecha.