Escribe
Sebastián Lacunza
El reconocido sociólogo francés Alain Touraine enmarcó el ataque contra la redacción del semanario satírico Charlie Hebdo como “un acto de guerra”, “un ataque contra la democracia y la libertad, no sólo contra un periódico”. Palabras certeras para definir el propósito de la célula de Al Qaeda que actuó en París, y que forma parte de un arrollador fanatismo que tiene entre sus víctimas, sobre todo, a los propios musulmanes.
Prosiguió Touraine: “Nadie puede decir que la religión islámica sea maltratada. Si hay un país de tolerancia religiosa, es Francia” “Pensaban que el Frente Nacional (el partido que lidera Marine Le Pen) iba a aprovechar la situación y no ha ocurrido nada”. En este caso, las definiciones parecen menos precisas en un país en el que la extrema derecha, que exhibe un discurso desinhibido en contra de los inmigrantes y, con frecuencia, racista, es ya una opción con posibilidades de ganar la Presidencia. A tal punto está creciendo el Frente Nacional, que su discurso tienta no sólo al movimiento conservador que lidera Nicolas Sarkozy, sino también al Partido Socialista, perdido en las tinieblas de la presidencia de François Hollande. Por si hiciera falta, la rápida promesa de reinstauración de la pena de muerte por parte de Marine Le Pen, al día siguiente de la matanza en París, terminó de desmentir a Touraine.
Finalmente, entrevistado por Radio del Plata, el investigador de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de la Universidad de París redondeó su idea. Si bien se manifestó inicialmente crítico de la teoría de su colega estadounidense Samuel Huntington, terminó acordando con el concepto de “choque de civilizaciones”. “Odian nuestra democracia, odian valores que para nuestros países son sagrados como la libertad de prensa”. Nosotros, las democracias occidentales; ellos, los musulmanes. Un conflicto que, según proponía Huntington, sería el motor de la historia.
Sumergidas en condiciones económicas injustas, las sociedades del mundo árabe-musulman prácticamente no conocen la libertad y la igualdad de derechos en un marco de diversidad de género, religiosa o ideológica. Aun con dificultades, Turquía podría ser vista como una importante excepción. De las denominadas revoluciones árabes, apenas quedó en pie el intento de democracia en Túnez, en tanto que las esperanzas de gobiernos surgidos del voto popular en los territorios palestinos se encuentran hace tiempo anegadas por las periódicas “operaciones defensivas” del Ejército israelí.
Se podrán ensayar mil teorías históricas, algunas muy válidas, sobre la responsabilidad de los países “civlizatorios” de Occidente para obturar el progreso del mundo árabe, pero ninguna de ellas será suficiente para explicar el amplio abanico de totalitarismo y lastre social que se expresa por una vía (ISIS), por otra (Arabia Saudita), por otra (Egipto) o por otra (Hamás). Las raíces culturales árabe-musulmanes tienen mucho para decir sobre construcciones carentes de libertades y derechos. Es de ese magma que surgen grupos fundamentalistas capaces de cometer atrocidades, como el del miércoles en París, en nombre de una observancia religiosa que, como sostiene Touraine, odia la libertad y la igualdad.
En el plano de los mundos irreconciliables, el Pentágono y sus aliados encontraron un argumento que ni siquiera se esforzaría por apelar a la superioridad moral. En defensa propia, se impone enviar drones causando cientos o miles de víctimas (método que potenció, como es público, la administración Obama); o establecer alianzas tácticas con quienes hasta ayer nomás eran considerados terroristas; o arrojar cadáveres al mar; o disimular la reinstauración de una dictadura atroz, pero aliada, como la de Egipto; o dar rienda suelta a la tortura. En nombre de la seguridad nacional, estos procedimientos, incluso, permiten ganar elecciones.
Dibujar al otro suele ser más accesible que la propia identificación. Ocurre que la divisoria de aguas encuentra más dificultades para definir un “nosotros” en el que, por ejemplo, la “libertad de expresión es sagrada”.
Si se acepta el argumento de que, tras protagonizar una de las peores masacres de la historia con el nazismo, Europa encontró estándares de libertad y convivencia excepcionales, cabe consignar que esos valores fueron parcialmente traicionados en la última década. No sólo porque los derechos humanos, universales por esencia, fueron relativizados a la hora de combatir al “enemigo”, o porque la xenofobia se enseñoreó en todo Occidente. La vulneración de los principios liberales afectó a los propios, no sólo a los invitados. La “sagrada” libertad de prensa terminó en la nada cuando el director del diario The Guardian fue forzado por hombres de negro enviados por el gobierno de David Cameron a destruir los archivos que le había entregado el exagente de la CIA Edward Snowden. Tampoco quedan rastros claros de las libertades individuales en el extraño proceso contra el fundador de WikiLeaks, Julian Assange.
No se trata de casos aislados. En los libros “Sin lugar donde esconderse”, del experiodista del Guardian Glenn Greenwald, y “El caso Snowden; así espía Estados Unidos al mundo”, de Antoine Lefébure, queda expuesta la colaboración de los gobiernos centrales europeos con la CIA para la violación de derechos personales con el registro y almacenamiento masivo de comunicaciones privadas, entre múltiples aspectos que no resisten el concepto de “democracia sagrada”.
“El choque de civilizaciones” de Huntington resultó más interesante y menos efímero que “el fin de la historia” proclamado por Francis Fukuyama tras la caída del bloque soviético. Sin embargo, los procesos vividos, sin ir más lejos, en América Latina; o más allá, en Ucranica y Grecia, demostraron que el núcleo de la historia pasaba por ejes más clásicos que la confrontación entre culturas antagónicas anunciada por el fallecido docente y funcionario del Consejo de Seguridad Nacional.
Si al amparo de aquella teoría de Huntington, el mundo conoció atrocidades que quedaron expuestas a consideración de todo aquel que quiera verlas, el resurgimiento banal del "choque de civilizaciones" hace que la tragedia reaparezca como farsa.