Una postura dogmática en contra de las cámaras ocultas se encontraría rápidamente desafiada. Por ejemplo, ese procedimiento puede ser el adecuado, como ha ocurrido, para desbaratar una organización que esclavice a mujeres. Un equipo periodístico puede valerse de tal método para iluminar una trama de trata de personas consagrada al amparo de las peores oscuridades.
No todos los ejemplos dejan tan pocas dudas acerca de una herramienta que suele generar debates en las redacciones. En general, quienes se oponen por principio a un registro bajo engaño sostienen que un periodista no es un agente de inteligencia ni está legitimado para ubicarse en un plano de superioridad para someter a tal experimento a otro ser humano. Del otro lado, las cámaras ocultas son defendidas, en diferentes grados, por quienes ven en ellas un recurso alternativo para quebrar abusos o delitos que perjudican a inocentes.
En los hechos, hace ya unos cuantos años que las cámaras ocultas quedaron en un segundo plano. Si bien habían servido en décadas pasadas para develar un puñado de casos de corrupción, de mayor o menor relevancia,también se habían transformado en un ornamento para pseudoinvestigaciones que, en realidad, cazaban en el zoológico, burlaban a perejiles o arrasaban con la intimidad de las personas. Si a ello se suma que la cámara oculta, en la medida en que goza de "estado de excepción" periodística, queda al libre albedrío del editor que decide cuándo enciende, apaga o corta, a quién beneficia y a quién perjudica, el descrédito del método pareció bien ganado.
Uno de los casos más patéticos de utilización de cámaras ocultas ocurrió el 11 de julio de 2009, cuando en el programa 70.20.10, que emitía Canal 13, una cronista dejó la videograbadora encendida ante una mujer que le había encarecido que la apagara. La fuente, sentada en el portal de una vivienda de Constitución, ejercía la prostitución a los 77 años y se sintió liberada para contar su vida ante una cronista engañosa. Difundido su testimonio por televisión abierta, la mujer sufrió un problema cardíaco, quedó expuesta ante sus hijos, debió dejar de trabajar, no pudo pagar la pensión y terminó al resguardo de una congregación de monjas.
Esta semana, el debate sobre las cámaras ocultas volvió a la superficie, cuando el programa "Periodismo Para Todos", que conduce Jorge Lanata, difundió un registro a un supuesto operador de una aparente trama de corrupción de alto nivel.
El operativo trajo una novedad, que no es el supuesto pacto entre el periodista y el "grabado" Fariña, lo que supondría una cámara oculta trucha, extremo no probado.
Sí, en cambio, llama la atención lo que el propio conductor del programa dijo a cámara. En su versión, citó al marido de Karina Jelinek en su domicilio para obtener información, éste fue motu proprio, y el cronista, sin aviso, lo grabó. Es decir, no se trató de una cámara que detectó un delito in fraganti. Fue, lisa y llanamente, un engaño.
En este caso, la "víctima" de la cámara no genera empatía. En el mejor de los casos, sus dotes personales provocan pena. Pero no se trata sólo de que ciertos principios periodísticos van más allá de la cualidad moral del personaje en cuestión, algo esencial de por sí, sino también de que ejemplos como éste arruinan la posibilidad de que otros hablen, y con ello, arruinan la profesión y el derecho a la información de la sociedad.
Cabe preguntarse qué corrupto, arrepentido, testigo en peligro, traidor, enemigo o idealista se va a animar a hablar con un periodista en forma reservada, si la difusión de su identidad vía cámara oculta va a quedar sujeta a lo que el cronista considere justo. Así, a ojito, sin reglas.
@sebalacunza
No todos los ejemplos dejan tan pocas dudas acerca de una herramienta que suele generar debates en las redacciones. En general, quienes se oponen por principio a un registro bajo engaño sostienen que un periodista no es un agente de inteligencia ni está legitimado para ubicarse en un plano de superioridad para someter a tal experimento a otro ser humano. Del otro lado, las cámaras ocultas son defendidas, en diferentes grados, por quienes ven en ellas un recurso alternativo para quebrar abusos o delitos que perjudican a inocentes.
En los hechos, hace ya unos cuantos años que las cámaras ocultas quedaron en un segundo plano. Si bien habían servido en décadas pasadas para develar un puñado de casos de corrupción, de mayor o menor relevancia,también se habían transformado en un ornamento para pseudoinvestigaciones que, en realidad, cazaban en el zoológico, burlaban a perejiles o arrasaban con la intimidad de las personas. Si a ello se suma que la cámara oculta, en la medida en que goza de "estado de excepción" periodística, queda al libre albedrío del editor que decide cuándo enciende, apaga o corta, a quién beneficia y a quién perjudica, el descrédito del método pareció bien ganado.
Uno de los casos más patéticos de utilización de cámaras ocultas ocurrió el 11 de julio de 2009, cuando en el programa 70.20.10, que emitía Canal 13, una cronista dejó la videograbadora encendida ante una mujer que le había encarecido que la apagara. La fuente, sentada en el portal de una vivienda de Constitución, ejercía la prostitución a los 77 años y se sintió liberada para contar su vida ante una cronista engañosa. Difundido su testimonio por televisión abierta, la mujer sufrió un problema cardíaco, quedó expuesta ante sus hijos, debió dejar de trabajar, no pudo pagar la pensión y terminó al resguardo de una congregación de monjas.
Esta semana, el debate sobre las cámaras ocultas volvió a la superficie, cuando el programa "Periodismo Para Todos", que conduce Jorge Lanata, difundió un registro a un supuesto operador de una aparente trama de corrupción de alto nivel.
El operativo trajo una novedad, que no es el supuesto pacto entre el periodista y el "grabado" Fariña, lo que supondría una cámara oculta trucha, extremo no probado.
Sí, en cambio, llama la atención lo que el propio conductor del programa dijo a cámara. En su versión, citó al marido de Karina Jelinek en su domicilio para obtener información, éste fue motu proprio, y el cronista, sin aviso, lo grabó. Es decir, no se trató de una cámara que detectó un delito in fraganti. Fue, lisa y llanamente, un engaño.
En este caso, la "víctima" de la cámara no genera empatía. En el mejor de los casos, sus dotes personales provocan pena. Pero no se trata sólo de que ciertos principios periodísticos van más allá de la cualidad moral del personaje en cuestión, algo esencial de por sí, sino también de que ejemplos como éste arruinan la posibilidad de que otros hablen, y con ello, arruinan la profesión y el derecho a la información de la sociedad.
Cabe preguntarse qué corrupto, arrepentido, testigo en peligro, traidor, enemigo o idealista se va a animar a hablar con un periodista en forma reservada, si la difusión de su identidad vía cámara oculta va a quedar sujeta a lo que el cronista considere justo. Así, a ojito, sin reglas.
@sebalacunza