Federico Franco |
Escribe Sebastián Lacunza
Abril de 2002 acaso se inscriba en la historia como el instante germinal de un nuevo tipo golpe de Estado en Latinoamérica, aunque con ilegalidades todavía más marcadas que los que le sucedieron. Entre el 11 y el 14 de ese mes,Hugo Chávez fue secuestrado y pasó a ocupar el Palacio de Miraflores un grupo que disolvió los otros poderes del Estado. Una amplia alianza económica, institucional, mediática y política se aprestaba a instaurar una dictadura en Venezuela al mando de un civil, el empresario Pedro Carmona, al que literalmente le susurraban palabras al oído en sus atribuladas conferencias de prensa. La movilización de las barriadas chavistas, que en un momento viraron su protesta hacia los medios de comunicación («!Cuenten la verdad¡», era la consigna de las muchedumbres concentradas ante los canales de televisión que habían apagado sus cámaras cuando el golpe empezó a naufragar) y un movimiento subterráneo de desobediencia militar restituyeron a Chávez en el Palacio Miraflores.
Menos mencionado es el papel que tuvieron en 2002 Fernando Henrique Cardoso, Eduardo Duhalde, Ricardo Lagos y Vicente Fox ante la crisis venezolana. El desconocimiento de Carmona y la intención de poner en marcha cláusulas democráticas contrarrestaron el camino inverso que habían emprendido sus pares de Estados Unidos, Colombia y España, en un paso en falso que luego les costaría caro a la hora de hablar de democracia.
Aun con excepciones y tibiezas (a Europa se le escapó la tortuga entonces y vuelve a dar la nota ahora ante el desplazamiento de Fernando Lugo), la amenaza de transformar al golpista en un paria se presenta como una de las cartas más saludables que contribuyen a que Latinoamérica en su conjunto viva el período democrático más prolongado de su historia. En ese sentido, las quejas y sanciones, insuficientes en el caso de Honduras, podrían ser más efectivas en el de Paraguay, habida cuenta de la membresía en el bloque Mercosur y, específicamente, del papel de Brasil y la Argentina.
Si bien, en rigor, ni siquiera la secuencia de abril de 2002 en Venezuela puede considerarse el más clásico golpe de Estado, en la medida en que no fue un general quien ocupó el sillón presidencial, lo cierto es que los sucesivos derrocamientos (o intentos de) de presidentes constitucionales en Latinoamérica requirieron máscaras un poco más sofisticadas. En los casos más sonoros (Bolivia en septiembre de 2008, Honduras en junio de 2009, Ecuador en septiembre de 2010 -hasta aquí el denominado eje chavista- y Paraguay en junio de 2012), quienes llevaron a cabo el golpe dedicaron sus mayores esfuerzos a explicar legalidades inauditas, que no obstante abrieron intersticios a ciertos gobiernos extranjeros para matizar sus condenas.
En esa dinámica siguen quedando expuestos importantes medios de comunicación y algunas de las polémicas ONG, tan estridentes a veces, tan silenciosas otras. En la última semana, las páginas de la mayoría de los diarios de Asunción regalan volteretas retóricas, con un apartado especial para exacerbar la veta nacionalista contra la injerencia brasileña y argentina. Ayer, un editorial del diario ABC Color sentenciaba: «El mundo tiene que saber que el pueblo paraguayo se hartó de las inconductas del presidente Fernando Lugo, de sus abusos, de su torpeza y de su patética falta de dotes para liderar la República». Urnas aparte, si ese medio lo dice, habrá que creerle, así como entender que las vagas consideraciones de la acusación proferida por la Cámara de Diputados paraguaya se resuelven en un derecho de alegato de dos horas de defensa otorgados al mandatario en el banquillo.
Lugo es Lugo. Un religioso volcado a las causas sociales y un padre abandónico que hasta se permite chistes frívolos sobre los hijos por venir. Un hombre espiritual, sereno, y un expresidente que, recién destituido, sale sonriente de su casa y afirma que en los próximos días procurará leer, escuchar música y dedicarse a su hijo. Dicho esto, ¿qué valiente estaría dispuesto tan sólo a acudir a una plaza con una bandera con el rostro de Lugo para reclamar la restitución del presidente constitucional? Como sonsacado por los presidentes de la región, ayer Lugo comenzaba a endurecer su posición y a hacérsela un poco más difícil a los golpistas.
El exobispo de San Pedro, el humilde vecino de Lambaré, fue acaso el único presidente de los últimos 60 años, por fijar un plazo, que se acordó de que en Paraguay viven muchos paraguayos para quienes educación, tierra y salud son derechos de otros. Y también el único para quien la libertad de prensa es un bien valioso sólo concretado si existe pluralidad y una política de Estado de democratización de la comunicación.
Pero además, en el aspecto más lesivo para su «proyecto de cambio», Lugo es el presidente que no formó una trama política que lo ayudara a desatornillar a los «dipuchorros» y «senadorratas» (así los llaman sus críticos en Paraguay) de sus bancas. No lo hizo, confrontó, dudó, pactó y lo destituyeron. Antes, poco pudo concretar de sus buenas intenciones, enmarañado por otra parte en una burocracia estatal que tampoco supo desenhebrar. Asumió Federico Franco, un personaje que concibió la vicepresidencia casi exclusivamente como un arma de condicionamiento, y que ni siquiera supo imponer su liderazgo dentro de su propia fuerza. En este plano, las similitudes con su colega hondureño Roberto Micheletti son clamorosas, entre ellas la adscripción a un partido llamado Liberal.
ABC Color aportaba otra de las acusaciones que tienen un efecto lapidario en las democracias menos consolidadas y más pobres del continente. Para el diario de referencia de Asunción, una de las causas de la «legítima»destitución fue que Lugo trató de «forzar el sometimiento de los altos mandos castrenses a una inaceptable ideologización bolivariana».
La acusación de «chavización» es un arma que se dispara a mansalva en muchos países de la región, a tal extremo, con tanta impudicia, que alcanza al sereno y espiritual Lugo. Éstos son los bueyes con los que aramos, corresponde no olvidarlo a la hora de analizar logros, desbordes y rasgos autoritarios en Latinoamérica.
Menos mencionado es el papel que tuvieron en 2002 Fernando Henrique Cardoso, Eduardo Duhalde, Ricardo Lagos y Vicente Fox ante la crisis venezolana. El desconocimiento de Carmona y la intención de poner en marcha cláusulas democráticas contrarrestaron el camino inverso que habían emprendido sus pares de Estados Unidos, Colombia y España, en un paso en falso que luego les costaría caro a la hora de hablar de democracia.
Aun con excepciones y tibiezas (a Europa se le escapó la tortuga entonces y vuelve a dar la nota ahora ante el desplazamiento de Fernando Lugo), la amenaza de transformar al golpista en un paria se presenta como una de las cartas más saludables que contribuyen a que Latinoamérica en su conjunto viva el período democrático más prolongado de su historia. En ese sentido, las quejas y sanciones, insuficientes en el caso de Honduras, podrían ser más efectivas en el de Paraguay, habida cuenta de la membresía en el bloque Mercosur y, específicamente, del papel de Brasil y la Argentina.
Si bien, en rigor, ni siquiera la secuencia de abril de 2002 en Venezuela puede considerarse el más clásico golpe de Estado, en la medida en que no fue un general quien ocupó el sillón presidencial, lo cierto es que los sucesivos derrocamientos (o intentos de) de presidentes constitucionales en Latinoamérica requirieron máscaras un poco más sofisticadas. En los casos más sonoros (Bolivia en septiembre de 2008, Honduras en junio de 2009, Ecuador en septiembre de 2010 -hasta aquí el denominado eje chavista- y Paraguay en junio de 2012), quienes llevaron a cabo el golpe dedicaron sus mayores esfuerzos a explicar legalidades inauditas, que no obstante abrieron intersticios a ciertos gobiernos extranjeros para matizar sus condenas.
En esa dinámica siguen quedando expuestos importantes medios de comunicación y algunas de las polémicas ONG, tan estridentes a veces, tan silenciosas otras. En la última semana, las páginas de la mayoría de los diarios de Asunción regalan volteretas retóricas, con un apartado especial para exacerbar la veta nacionalista contra la injerencia brasileña y argentina. Ayer, un editorial del diario ABC Color sentenciaba: «El mundo tiene que saber que el pueblo paraguayo se hartó de las inconductas del presidente Fernando Lugo, de sus abusos, de su torpeza y de su patética falta de dotes para liderar la República». Urnas aparte, si ese medio lo dice, habrá que creerle, así como entender que las vagas consideraciones de la acusación proferida por la Cámara de Diputados paraguaya se resuelven en un derecho de alegato de dos horas de defensa otorgados al mandatario en el banquillo.
Lugo es Lugo. Un religioso volcado a las causas sociales y un padre abandónico que hasta se permite chistes frívolos sobre los hijos por venir. Un hombre espiritual, sereno, y un expresidente que, recién destituido, sale sonriente de su casa y afirma que en los próximos días procurará leer, escuchar música y dedicarse a su hijo. Dicho esto, ¿qué valiente estaría dispuesto tan sólo a acudir a una plaza con una bandera con el rostro de Lugo para reclamar la restitución del presidente constitucional? Como sonsacado por los presidentes de la región, ayer Lugo comenzaba a endurecer su posición y a hacérsela un poco más difícil a los golpistas.
El exobispo de San Pedro, el humilde vecino de Lambaré, fue acaso el único presidente de los últimos 60 años, por fijar un plazo, que se acordó de que en Paraguay viven muchos paraguayos para quienes educación, tierra y salud son derechos de otros. Y también el único para quien la libertad de prensa es un bien valioso sólo concretado si existe pluralidad y una política de Estado de democratización de la comunicación.
Pero además, en el aspecto más lesivo para su «proyecto de cambio», Lugo es el presidente que no formó una trama política que lo ayudara a desatornillar a los «dipuchorros» y «senadorratas» (así los llaman sus críticos en Paraguay) de sus bancas. No lo hizo, confrontó, dudó, pactó y lo destituyeron. Antes, poco pudo concretar de sus buenas intenciones, enmarañado por otra parte en una burocracia estatal que tampoco supo desenhebrar. Asumió Federico Franco, un personaje que concibió la vicepresidencia casi exclusivamente como un arma de condicionamiento, y que ni siquiera supo imponer su liderazgo dentro de su propia fuerza. En este plano, las similitudes con su colega hondureño Roberto Micheletti son clamorosas, entre ellas la adscripción a un partido llamado Liberal.
ABC Color aportaba otra de las acusaciones que tienen un efecto lapidario en las democracias menos consolidadas y más pobres del continente. Para el diario de referencia de Asunción, una de las causas de la «legítima»destitución fue que Lugo trató de «forzar el sometimiento de los altos mandos castrenses a una inaceptable ideologización bolivariana».
La acusación de «chavización» es un arma que se dispara a mansalva en muchos países de la región, a tal extremo, con tanta impudicia, que alcanza al sereno y espiritual Lugo. Éstos son los bueyes con los que aramos, corresponde no olvidarlo a la hora de analizar logros, desbordes y rasgos autoritarios en Latinoamérica.
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