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No todos los caminos conducen al Obispo de Roma

El despliegue de Mauricio Macri encontró en el Papa a su objetivo más elusivo

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Sebastián Lacunza
@sebalacunza

Veintidós minutos, escasas palabras y máxima frialdad. Para un país laico, una visita breve y circunspecta no debería causar escozor, pero la política mueve resortes menos simplistas. El marco del encuentro entre el papa Francisco y el presidente Mauricio Macri resultó insoslayable hasta para quienes se esfuerzan en disimular la marcada distancia entre ambos jefes de Estado. Jorge Bergoglio, el sacerdote del gesto adusto permanente como jefe de la Iglesia de Buenos Aires y, luego, el obispo de Roma cálido, jovial y chistoso, es un experto en medir el valor de una sonrisa fotografiada. Ayer, apenas hubo un instante para medio rostro distendido al momento de saludar a Juliana Awada, la pareja del Presidente.
La recepción a la primera dama, con la que el Presidente no está casado por Iglesia, fue la única “concesión” del protocolo, remarcaba ayer ante el Herald un sacerdote con vínculo frecuente con Francisco. “Hay que leer todo: los 22 minutos, la mesa (en lugar de un encuentro en un living, como con otros mandatarios), la vestimenta de negro del entorno”.
Terminado el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner, muchos allegados a Macri previeron el fin de la sintonía con la anterior presidenta peronista. Al fin y al cabo, hasta 2013, las relaciones de Bergoglio, en tanto arzobispo de Buenos Aires, habían sido cordiales con la intendencia del PRO, más allá de algún desencuentro menor. Habría, quizás, un tiempo de reconciliación.
Sin embargo, las semanas transcurridas desde el 10 de diciembre pasado fueron pródigas en gestos de indiferencia, lo que dio lugar a ensayos asombrosos del entorno mediático de Macri. La virtual ausencia de comunicación pública fue explicada como un dato de la rigurosidad diplomática, como si no fuera Bergoglio un hombre afecto a personalizar relaciones. Afirmaron que el envío de un rosario a la encarcelada dirigente social jujeña Milagro Sala fue nada más que un rito piadoso, de la misma manera en que Cristo perdonó a los peores pecadores. Para ese circunloquio, debieron omitir que el portador del rosario fue un misionero que llegó a Sala a través del acampe de la organización Tupac Amaru en Plaza de Mayo, y que voceros de Bergoglio indicaron que veían en la detención de la dirigente social un acto de discriminación racial.


Hubo espacio para teorías sobre mensajes de cordialidad hacia Macri que se perdieron en el camino y un entorno que desinformaría al Papa para enemistarlo con el mandatario argentino. Según estas gentiles elucubraciones, el Papa no sabe navegar por internet y necesita que le cuenten en qué anda su “viejo conocido porteño”.
Francisco es una figura compleja con la que es difícil lidiar y que lleva a sus críticos de ayer (por caso, los kirchneristas y la propia CFK) a ver hoy un líder peronista, progresista y casi revolucionario. Su pasado como intelectual y provincial jesuita ofrece ejemplos contradictorios en cuanto al rol ejercido durante la dictadura, con testimonios que van desde la protección de vidas en riesgo hasta dejar a rivales caer en manos de represores. Ya en democracia, fue en los años noventa — mientras gobernaba el derechista Carlos Menem — un opositor tenaz al sector más conservador y, como mínimo, dispendioso con los fondos de la Curia (puja que se tradujo en 2014 en la degradación abrupta del exobispo de Rosario José Luis Mollaghan).
A la hora de analizar gestos serios y alusiones hirientes, hay motivos para entender porqué algunos kirchneristas, hoy devotos feligreses, lo veían como “jefe de la oposición”. Hasta 2013, sus frecuentes llamados a “no buscar justicia con sed de venganza y odio” calzaban justo con el discurso de quienes se oponían a los juicios por delitos de lesa humanidad. Del mismo modo, sus palabras sobre el matrimonio igualitario aprobado por CFK ("no seamos ingenuos: no se trata de una simple lucha política; es la pretensión destructiva al plan de Dios"; “es la envidia del demonio”) fueron demasiado sentidas como para ver una “concesión” a los sectores más conservadores de la Iglesia.
Pero una vez convertido en Francisco, Bergoglio cambió. Claro que hay invariantes en su discurso, como su vocación por una iglesia pobre ("Come vorrei una Chiesa povera e per i poveri!”, exclamó no bien asumió), su conservadurismo en la noción de familia, su austeridad y su combate a la “ideología del descarte”. Pero resulta innegable una ruptura de fondo y forma en su pontificado, sea por peronista, por su dimensión política, porque se liberó de ataduras, porque sentarse en una de las sillas con mayor poder simbólico del mundo en el ocaso de la vida es una oportunidad única e irrepetible. Por todo o por un poco de todo, salió a la luz un Papa que, si pasa por Bolivia, combate al capitalismo, reivincida a curas revolucionarios y se abraza a Evo Morales; y si va a México, denuncia la complicidad de la dirigencia política ¡y eclesiástica! con la corrupción y el narcotráfico.
Macri no es un hombre desesperado por venerar ni ser venerado. Más bien, a la frialdad responde con frialdad. Si no él, muchos en su entorno habrán dedicado plegarias para que Francisco dedicara al Presidente al menos la mitad de los gestos amables que prodigó a Milagro Sala cuando la recibió en San Pedro, en junio de 2014. No pudo ser. Mientras la marea de la popularidad permanezca alta, Macri puede vivir tranquilamente con esa indiferencia. 

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