By
Sebastián Lacunza
Editor-in-Chief
@sebalacunza
Hasta no hace mucho, los gobiernos autoritarios o las
dictaduras feroces que procuraban censurar un libro o una publicación
periodística apelaban a logísticas que requerían osadía pero podían resultar
efectivas. Tenían a mano enviar el archivo completo de un diario al sótano más
húmedo posible o someterse al oprobio de quemar libros en una plaza. Si, con esfuerzo, el censor capturaba
todas las ediciones en circulación y controlaba las imprentas, alcanzaba la ansiada
solución final o, al menos, reducía el contenido indeseable a la distribución artesanal, como fue el caso de la Agencia de
Noticias Clandestina durante la última dictadura, que le costó la vida a su
director, Rodolfo Walsh.
En la era digital, la hemeroteca y la biblioteca comenzaron
a construir un infinito. Si antes, la tarea de acceder a un archivo o difundir
un texto prohibido implicaba poner el cuerpo, ahora Internet brinda muchas
facilidades para la reproducción y el acceso instantáneos. Ni siquiera el
aparato estatal de Estados Unidos y sus aliados alcanza para frenar a redes más o menos colaborativas como WikiLeaks o espías arrepentidos como Edward Snowden, por
muchas ilegalidades que se pongan en juego.
Una parte esencial de la tarea periodística consiste en
contrastar a los personajes con su pasado y descubrir sus vínculos prohibidos.
En la era preinternet, esa labor podía llevar años. Por caso, la pertenencia
juvenil a organizaciones antisemitas del exministro de la Corte Suprema Rodolfo
Barra demoró siete años en ser descubierta desde que su protector, Carlos
Menem, asumió la Presidencia en 1989. En contraste, una vez designado ministro de Cultura,
Pablo Avelluto, sólo contó con horas para explicar su preferencia
tuitera por ciertas dictaduras militares (dijo que quiso hacer un chiste). Google, Youtube y las redes
sociales se tornaron una espada de Damocles para las figuras públicas.
En nombre de la censura con buenas intenciones, los
funcionarios de Cambiemos en el Ministerio de Justicia se aventuraron a borrar
el archivo de la agencia digital Infojus, creada en 2011 y dedicada a temas
judiciales, policiales y de derechos humanos. Los
responsables de Justicia afirman que su acto censor no tuvo ninguna intención
política, lo que contrasta con el hecho de que muchos de los artículos
desaparecidos de la web estaban referidos a miembros y allegados al actual
gobierno nacional.
Ese barrido azaroso de los borradores a cargo de Infojus fue
llevado a cabo en una tarde de verano. He aquí otro costado de las nuevas
formas de censura. Si hacer desaparecer ediciones completas de libros o diarios
requería días de persecución y juntar todos los
volúmenes en un descampado y prenderles fuego, en nuestros días, el censor puede
sentarse frente a la computadora, buscar palabras clave y eliminar un archivo mediante un click. Años de
trabajo pueden desaparecer en cuestión de segundos.
Pero la historia no termina. Ni el más hábil de los
informáticos alcanzará plena seguridad de que el borrado será total y para
siempre. Así como en 1978 un bibliotecario de un colegio de Buenos Aires podía
guardar en el rincón más oculto el ejemplar prohibido de "El
Principito", hoy el censor se choca con los rastros indelebles de
internet, que una vez rescatados, retoman su camino al más allá.