El nuevo caso de torturas policiales y una sentencia primitiva que discrimina entre votantes, síntomas entrelazados
Escribe Sebastián Lacunza
Editor-in-Chief
Al parecer, algunos policías tucumanos tienen la costumbre de filmar las torturas que cometen contra detenidos. En septiembre de 2014, un video que comenzó a circular por whatsapp entre agentes policiales y terminó en las redes sociales mostró a un hombre esposado boca abajo cuyo rostro era repetidamente estampado contra el suelo. Días atrás, otro mensaje de Whatsapp se escapó de las redes policiales y llegó al portal del diario local La Gaceta. En este caso, la víctima de los abusos del policía que — como su colega hace un año — fingía enojo con el detenido fue un adolescente. Como si fuera un método, ambos videos comparten escenas similares cuando los torturadores toman de los pelos a su víctima y comienzan a agitar frenéticamente su cabeza.
¿Dos hechos aislados, “aberrantes” como los llamaron a su turno las autoridades policiales y judiciales? Madres que denuncian torturas y abusos policiales contra sus hijos están lejos de ser la excepción en barrios humildes de los alrededores del centro de la capital provincial, como La Bombilla. Un joven con deficiencia mental que quedó mudo a causa de la picana no es cosa del pasado en una provincia que fue una de las más castigadas por el terrorismo de Estado cuarenta años atrás.
De acuerdo a informes nacionales e internacionales, adolescentes, hombres jóvenes y pobres son las víctimas por excelencia de las torturas en cárceles y comisarías, pero el vínculo de la Policía tucumana con la clase media también sufrió un deterioro severo en dos hitos recientes. Primero fue la traumática sedición policial de diciembre de 2013, que en el caso de Tucumán dejó tres muertos y mostró a los efectivos que supuestamente organizaban una protesta salarial implicados en saqueos y robos (hay 47 agentes imputados). El segundo quiebre tuvo lugar el 24 de agosto pasado, cuando la protesta por supuesto fraude en la céntrica plaza 9 de Julio derivó en detenciones arbitrarias, balas de goma y golpizas a metros — o incluso dentro — de la Casa de Gobierno.
Nada de esto es ajeno a José Alperovich, a cargo del Poder Ejecutivo provincial hace doce años. El círculo de la responsabilidad cierra cuando de boca del gobernador se emiten justificaciones a reiterados intentos de linchamiento contra supuestos delincuentes (“la gente está harta”) o cuando su esposa y senadora, Beatriz Rojkés, apela a las estigmatizaciones sociales y machistas más ramplonas.
Así las cosas, cabe la pregunta sobre el porqué del persistente éxito electoral de Alperovich, sus aliados y el peronismo en general. La evidente (aunque, claro, insuficiente) recuperación económica con respecto al colapso económico de 2001 y los extensivos planes que ayudaron remontar el quiebre en la población podrían ser motivos insuficientes para explicar la continuidad del peronismo si la oferta con potencialidad de acceder al gobierno provincial ofreciera estándares institucionales superadores y garantizara la asistencia social.
Se habla de valores republicanos y dignidad de los pobres. Desplazado a los márgenes, el partido Fuerza Republicana, fundado por el general condenado por múltiples asesinatos Antonio Domingo Bussi y competidor con el peronismo durante dos décadas, en los últimos comicios recobró fuerza una alianza en torno a la UCR (que contiene, vale recordar, elementos disidentes del bussismo). Aunque utilizó esos atajos en forma menos drástica que el peronismo, el Acuerdo por el Bicentenario no esquivó la tentación de la multiplicidad de listas y el clientelismo que signa las elecciones tucumanas.
El senador y candidato a gobernador José Cano desconoció los resultados de agosto y se embarcó en una riesgosa denuncia de fraude. Encontró eco en la agitada política argentina que suele retroalimentarse con la prédica de ciertos medios de comunicación.
El miércoles pasado, una cámara Contencioso Administrativa de Tucumán decidió anular las elecciones, hecho inédito desde que la Argentina recuperó la democracia en 1983. Tamaña decisión — se supone — debería estar fundamentada en la comprobación de un abarcativo sistema creado para generar un trasvasamiento de decenas o cientos de miles de votos de un partido a otro. No fue el caso. Por el contrario, en cerca de cincuenta páginas, los jueces Salvador Norberto Ruiz y Ebe López Piossek mencionan la quema de unas pocas decenas de urnas (con responsabilidades del activistas peronistas pero también de la oposición, según se probó), glosan comentarios de políticos y notas periodísticas, y describen algunos vicios en el proceso que, a todas luces, parecen colaterales.
A falta de datos concretos y contrastes suficientes que expliquen que la diferencia de más de 100.000 votos del peronista Juan Manzur sobre Cano resultó fraguada, los dos jueces que determinaron la anulación del comicio esbozan un análisis político primitivo, repleto de lugares comunes prejuiciosos. Ruiz y Piossek naufragan en un cúmulo de razones discriminatorias sobre los motivos del voto de pobres, la clase media y los ricos; ciudadanos instruidos y no instruidos; reabriendo un debate que las leyes argentinas dieron por saldado con la reforma electoral de 1912.
El episodio de Tucumán escaló en una estrategia tóxica de desconocimiento de resultados electorales, algo casi desconocido en la democracia argentina versión 1983 más allá de casos marginales o excepcionales. El punto en común entre una Policía provincial que aplica la tortura y un fallo judicial que discrimina la calidad del voto es la violencia institucional.