Maduro y Leopoldo López comparten desprecio por las reglas de juego, pero el primero gobierna
En el siempre agitado ambiente político venezolano, al menos
dos son las certezas.
Una es la indisimulada injerencia de la Presidencia
en las decisiones judiciales, elemento de una deriva autoritaria que incluye
procesos exprés contra adversarios, estatización o desarticulación de medios de
comunicación opositores y represión de la protesta.
El segundo aspecto claro es que gran
parte de la oposición venezolana no exhibe mejores credenciales democráticas
que el oficialismo y, en algunos casos, las empeoran. Por caso, el joven
dirigente Leopoldo López tiene una larga tradición de desafío a los resultados
electorales. Para muestra de su voluntad manifiesta de desalojar al chavismo
por la vía de facto bastan sus llamamientos públicos, ya sea en 2002, cuando
apoyó un frustrado golpe de Estado, o en 2014, cuando convocó a protestas para
forzar “la salida” de Maduro del Palacio Miraflores.
Uno de los indicadores de la degradación democrática de
Venezuela, que se acentuó tras la muerte de Hugo Chávez, es la cantidad de
muertos producto del enfrentamiento político. No bien ganó Maduro las
elecciones, el 14 de abril de 2013, por un ajustado margen sobre Henrique
Capriles Radonski, la oposición convocó a resistir en las calles un supuesto
fraude, denuncia que no encontró mayor eco entre los observadores internacionales. Un dubitativo Capriles y el ala radicalizada de la
Mesa de Unidad Democrática encabezada por López impulsaron una revuelta
violenta, que terminó con nueve muertos. Capriles, que podría haber ganado
impulso tras una elección brillante e inesperada, concluyó el año retrocediendo
varios casilleros.
Ante la debilidad del candidato que casi había desplazado al
chavismo de la Presidencia, los radicalizados de la MUD tomaron nuevos bríos y
convocaron a “la salida”. Así, de la pulseada vía manifestaciones masivas se
pasó a la guerra en las calles. De un lado, grupos de choque del chavismo y
fuerzas policiales propensas al gatillo fácil; del otro, las guarimbas,
barricadas en los barrios también especializadas en matonaje y disparos por la
espalda. El enfrentamiento dejó cerca de cuarenta muertos.
La situación en Venezuela no es de empate entre dos sectores
con falta de convicciones democráticas. Hoy, Maduro señala desde el gobierno a opositores y silencia medios de
comunicación. Rivales como López están en la cárcel. Este fundador del partido
Voluntad Popular, economista con posgrado en Harvard y retórica siempre
inflamada acaba de ser condenado a catorce años de prisión por instigación a
cometer delitos para forzar “la salida” de Maduro.
Organizaciones respetadas por su lucha internacional por los
derechos humanos, como Human Rights Watch y Amnesty International, definieron
que López fue condenado “sólo por ser un líder opositor”. Quizás sea una afirmación
precipitada, impropia de voces que deben denunciar con base documental, pero de
lo que no caben dudas es que el derecho a la defensa del dirigente
ultraderechista y exalcalde del Chacao estuvo vulnerado por un proceso judicial
irregular. Maduro pide y la Justicia actúa. Un dirigente que afirma aún hoy
sentirse “orgulloso” del golpe de 2002 no es un mero opositor al que algunos
intentan dotar de más épica de la que corresponde, pero en cualquier caso, para
probar el vínculo concreto entre un discurso extremista y delitos que terminan
en muertes y daños a la propiedad se necesitan garantías judiciales. Tal es una
de las diferencias esenciales entre una democracia y una dictadura.
Las condenas internacionales a la sentencia contra López
provinieron de los actores menos legitimados. En América Latina, el
aliado por excelencia de López es el expresidente colombiano Álvaro Uribe.
Cuesta imaginar un presidente latinoamericano reciente con más sospechas de violaciones a los derechos humanos. Fuera de la región, gobiernos
europeos y Washington también alzaron su voz. Pecado original de parte de
ejecutivos que, como mínimo, dieron el visto bueno al quiebre institucional de
2002 que desalojó a Chávez del poder.
Excesos de un lado y estruendoso silencio de otro. América
Latina vive su experiencia conjunta más prolongada de democracia, un logro
colectivo cuyos gobernantes deberían preservar, por ejemplo, con el reclamo de
procesos judiciales justos, sobre todo si afectan a opositores.