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Democracia sin próceres

Escribe
Sebastián Lacunza
Editor-in-Chief

Días atrás, un periodista opinó en su muro de Facebook que el kirchnerismo completa una paradoja al cabo de doce años en la Casa Rosada. "En mayo de 2003, teníamos un jefe del Ejército implicado en el terrorismo de Estado (Ricardo Brinzoni, acusado por la masacre de Margarita Belén, Chaco, en 1976) y se discutía la composición de la Corte Suprema. En mayo de 2015, tenemos un jefe del Ejército implicado en el terrorismo de Estado (César Milani, acusado por la desaparición del soldado Alberto Ledo en La Rioja o Tucumán, en 1976 ) y se discute la composición de la Corte Suprema".
Tomada en sus extremos, la paradoja cierra, pero cabe aclarar dos aspectos. Desde mayo de 2003, más de 500 represores fueron condenados y otros 900 han sido procesados por crímenes de lesa humanidad. En tanto, el máximo tribunal, que había transitado un período oscuro durante el menemismo, vivió doce años de los más edificantes de su historia, integrado por una mayoría de juristas respetados. 
En 2014, la Corte de siete miembros se redujo a cuatro. Fallecido en octubre, Enrique Petracchi, un "peronista-liberal", compartía con el longevo Carlos Fayt, de origen socialista antiperonista, la condición de haber sido designados por el radical socialdemócrata Raúl Alfonsín, en 1983. 
Con la muerte de Carmen Argibay, en junio pasado, y la renuncia de Eugenio Zaffaroni, en diciembre, el tribunal se quedó sin sus dos juristas con mayor reconocimiento internacional. Menos diversa y con una silla vacante (el Gobierno promovió una integración final de cinco miembros en 2006), la Corte remanente que conforman Ricardo Lorenzetti, Elena Highton de Nolasco, Fayt y el exsenador peronista Juan Carlos Maqueda sigue siendo un cuerpo con mayor estatura moral, democrática e intelectual que gran parte de sus antecesoras del siglo XX, por más que el sayo puede quedar holgado a alguno de ellos. 
Pese a estilos y métodos diferentes, Cristina Fernández de Kirchner y Lorenzetti coinciden en dirigirse dardos en forma constante y velada. No obstante, más allá de las indirectas o de alguna pelea presupuestaria, la sangre no llegó al río. Ni el Gobierno dejó de acatar fallos de la Corte, ni Lorenzetti actuó como un magistrado opositor disparando sentencias sistemáticas en contra el Ejecutivo. 
No hay próceres en el juego de la política y la justicia. El kirchnerismo, se sabe, no se caracteriza por su elegancia cuando apunta a un rival. El blanco ahora es Fayt, juez abiertamente crítico de la Casa Rosada y quien fuera designado en el cargo en 1983, a sus 66 años, cuando cualquier trabajador mortal ya encuentra la edad de jubilarse. Al no haber una instancia evaluadora de la salud de los jueces de la Corte, cada tanto el Gobierno desempolva en el seno de la Comisión de Juicio Político de Diputados un llamado para que Fayt se someta a algún tipo de examen. Entre una mera evaluación médica y un juicio político hay un abismo institucional; la distancia deja expuesto el vacío legal y la falta de voluntad de rendir cuentas por parte de los integrantes de un Poder, el judicial, tan afectos a avalar con la inacción situaciones fácticas que son convenientes para el espíritu y el bolsillo de sus señorías. 
Ante indicios de que Fayt no ejerce sus funciones en plena lucidez, como sus raleadas visitas al Palacio de Tribunales y alguna participación pública que denotó confusión, funcionarios del Gobierno lanzan aseveraciones insidiosas que deberían, al menos, ser sustentadas con alguna prueba. Si ante la duda sobre la salud de Fayt surge el agravio, las intenciones de la Casa Rosada se tornan sospechosas. Las dudas se agravan cuando algunos funcionarios de segundo nivel confiesan su propósito, con estándares republicanos muy por debajo de los que llevaron al kirchnerismo a impulsar un giro copernicano de la Corte en 2003.  
Desde un puesto protocolar y administrativo como el de presidente de la Corte, Lorenzetti ha venido tratando de dibujar un perfil de ejemplaridad republicana, pero quedó en posición adelantada varias veces. Entregado a una dinámica de réplicas impropia de su cargo, semanas atrás contestó a la Presidenta que el impune atentado contra la Embajada de Israel (1992) debía ser considerado "cosa juzgada", lo que resultó erróneo y requirió una aclaración del tribunal. 
Lorenzetti, quien encabeza la Corte desde 2007, acaba de lograr su reelección hasta 2019 mediante una acordada que no sólo falseó fecha y lugar sino que imaginó a un juez Fayt activo, proponiendo alternativas, en el marco de una reunión que nunca existió. En principio, el hecho podría ser entendido como una grave desprolijidad producto del apresuramiento de adelantar ocho meses la designación del nuevo presidente del tribunal, cuyo mandato vence en diciembre.
El desmanejo cobra sentido cuando se atiende el hecho de que Lorenzetti se dio a sí mismo, al menos en el plano retórico, el papel de jefe de un Poder del Estado, que no es lo indicado por el reglamento de la Corte. Así, el juez supremo suele hablar de "nosotros", llama a la protección mutua de los magistrados, invita a resistir cuando, por definición, el Poder Judicial no debe ser un colectivo monolítico sino que sus integrantes tienen la obligación de controlarse entre ellos y revertir criterios y decisiones siempre que haga falta.
El rifirrafe de la acordada apócrifa se agrava con la vacancia del quinto miembro de la Corte. Al respecto, Lorenzetti dio muestras ostensibles de que no desea que el actual gobierno designe al reemplazante de Zaffaroni. La oposición, una vez más, falta a la cita y se vuelca a una estrategia absurda de dilación al negarse a tratar cualquier pliego enviado por el Ejecutivo, dando lugar a un limbo que con el cambio de gobierno puede transformarse en una caja de Pandora. Mientras tanto, la Corte, con la firma de Lorenzetti, bloqueó semanas atrás la actuación de conjueces provisorios designados por la Casa Rosada con acuerdo del Senado, con lo que de hecho habilitó a que esos puestos eventuales sean ocupados por camaristas. 
La salida de este juego de mezquindades podría hallarse si se tiene en cuenta que todos los poderes del Estado están al servicio del pueblo. En consecuencia, el máximo tribunal tiene que funcionar con todos sus miembros, que son cinco, y no hay próceres por encima del sentido común y de las leyes de la vida. O bien el Congreso, o bien el Poder Judicial, haciendo uso de sus dosis de autogobierno, podrían establecer mecanismos para un control objetivo del estado de salud de los jueces. 



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