El sábado me rehusé a mostrar mi mochila a la salida de Coto de Abasto. Cada tanto hago uso de ese derecho. Superado un primer filtro, me topé con el jefe de Seguridad de la sucursal, B., quien se presentó como cabo 1º de Prefectura. Sus consideraciones fueron: "No tengo tiempo para escuchar pelotudeces", "un pelotudo como vos", "escribí lo que quieras (en el libro de quejas) que después me cago de risa cuando lo lea", "no entrás nunca más acá, quedaste filmado", etc. De inmediato, una empleada de Coto me pidió disculpas. Pedí hablar con el jefe de B., quien me escuchó con atención. Le solicité que hiciera volver a B. al lugar del conflicto. El cabo de Prefectura regresó a los cinco minutos y sus palabras fueron: "Le pido disculpas, estuve mal. Estaba tensionado por un problema de afuera". "Bien, espero que no se repita", le dije, y me fui.
Unos tipos con micrófono que insultan más que un hincha desbordado son presentados en las webs y en la tele como apasionados que causan gracia. Antes que ocurrentes espontáneos son, en realidad, violentos equiparables con barrabravas. Es una paradoja que ello ocurra en el Río de la Plata, donde nacieron los mejores relatores de fútbol del mundo. Entre ellos, el mejor, Víctor Hugo. El jugador sublime tuvo al relator sublime. Por su universo de palabras y sus tonos de voz, por sus creaciones artísticas; por su capacidad para leer la jugada y por la precisión de la narración. Casi no aparecen ahora los diálogos que VH presumía entre jugadores o con el árbitro, o el "que sea, que sea, que sea". Pervive el "ta ta ta" y el "no quieran saber". Contemporáneos de Víctor Hugo, hubo y hay relatores brillantes (soy injusto y nombro seis: Juan Carlos Morales, José María Mansilla, José Gabriel Carbajal, el primer Walter Saavedra y el mejor relator argentino que esc...