Por Sebastián Lacunza
Una mención de Cristina Kirchner a la necesidad de una ley de ética periodística devolvió a la superficie el debate sobre deontología profesional. Descartada como analizable la hipótesis de que poderes del Estado legislen sobre el tema, me referiré a los códigos de ética dictados por empresas o asociaciones, una herramienta por la que bregué un tiempo.
Entre otras cosas, a la luz de los resultados de los códigos para periodistas en el país y en el exterior, cambié de postura. En mi opinión, derivan en textos con postulados ambiciosos que se demuestran fallidos y que cumplen, en general, una función más bien distractiva.
A mi juicio, los códigos de ética son poco útiles por dos motivos centrales:
1 - Buena parte de lo prescripto son cuestiones evidentes, de las que antes que los códigos de ética se ocuparon los códigos penales y civiles.
2 - Los aspectos más debatibles y menos (o no) judicializables, que son los más interesantes, forman parte de una letra que se torna inocua en momentos críticos, o que se presenta tan rígida que no contempla realidades que merecen consideraciones diferentes.
Sobre el primer punto, resulta obvio que ningún texto que fije pautas de comportamiento para periodistas se arriesgará a contradecir un ordenamiento jurídico democrático. Plagiar, mostrar el rostro de un niño sin permiso, violentar la intimidad, espiar a las fuentes o a colegas, agraviar a una minoría o inventar un testimonio motivan sanciones judiciales de distinto grado, por lo que sobran mayores comentarios.
En cuanto a los aspectos debatibles, lejos de "orientar" comportamientos (la opción de mínima que los defensores de códigos de ética suelen enarbolar), algunos artículos terminan condenando a periodistas que ejercen la profesión en condiciones desventajosas, mientras permiten a quienes manejan más dinero, poder y relaciones sortear formalmente todo incumplimiento.
Sobre el punto de fuga a la hora de la verdad, cuando las prescripciones de los códigos se mostrarían aplicables, hay varios ejemplos.
En Estados Unidos, donde todo medio de calidad que se precie de tal tiene un código de ética, los rigurosos artículos quedaron en papel mojado a la hora del poco edificante accionar de diarios tan prestigiosos como The New York Times (NYT) o The Washington Post (WP) durante los preparativos de las guerras de Irak y Afganistán.
La identificación de la línea editorial de esos medios con el Pentágono, en un momento tan particular de Estados Unidos, los llevó a dar por válidas, en decenas y decenas de notas, muchas de ellas en tapa, las disparatadas versiones del Gobierno de George W. Bush sobre las armas de destrucción masiva de Sadam Husein.
De buenas a primeras, quedaron en la nada el doble chequeo de datos, el off the record sólo como excepción y la debida distancia con las fuentes. Por el contrario, en aquellos años quedó claro que los periodistas que vulneraban todos esos principios conseguían ascensos y más notas de tapa. Un caso, el de la periodista Judith Miller del NYT, quien, cuando cambió la marea, debió dejar su puesto laboral, para alegría de sus compañeros.
Cierto es que el NYT y el WP fueron dos de los medios que más tarde pusieron en evidencia las mentiras de George W. Bush, Dick Cheney y Donald Rumsfeld, pero ello habla mucho más del contrato de lectura con sus públicos que de la existencia de prescripciones deontológicas que habían sido dejadas de lado.
A su vez, los lectores del diario español El País, en el que rige un ambicioso código de ética que inspiró a redactores de otros, recordarán un brusco cambio editorial de este renombrado periódico hacia el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, que tuvo lugar en 2009. El diario generalista de más ventas de España, que encabeza uno de los principales multimedios de habla hispana, denunció a Zapatero por supuestamente sellar una alianza con otro grupo económico (Roures). Cuando éste forcejeó con Prisa (editor de El Paìs) por el siempre apetecible mercado de la televisación del fútbol, todas pasaron a ser pálidas en el gran diario de Madrid, a tal punto, que decenas de lectores se quejaron y forzaron una interesante intervención de la defensora del lector.
Los editores en cuestión negaron la más mínima intencionalidad de la línea editorial en función de los intereses comerciales de la empresa. Pese al tratamiento de la defensora del lector, el asunto quedó sellado. Y el código de ética, también.
No todo son grandes trazos de líneas editoriales que se llevan por delante los códigos. Éstos suelen dedicar uno o varios artículos a prohibir que los periodistas se ocupen de conseguir pauta publicitaria. La norma dice que debe existir un muro entre la redacción (o el periodista) y los avisadores.
Bien. Este principio declamado cabe a todos los periodistas, por ejemplo, de ciudades chicas y medianas de la Argentina, o a las plumas y rostros más conocidos de Buenos Aires.
De aplicarse esta norma a rajatabla, los primeros, que trabajan, por ejemplo, en San Rafael, Río Gallegos, Berazategui, Tres Arroyos o Goya, deberían lograr los escasos puestos laborales formales que se ofrecen en sus ciudades o resignarse a abandonar la profesión. Porque en buena parte de la Argentina, la posibilidad de tener acceso a un micrófono o a la página de un periódico va atada a conseguir el auspiciante.
Por el contrario, editores reconocidos de las grandes ciudades tendrán siempre a mano ofertas de productoras para escribir un newsletter con información "confidencial", recibir avisos para programas de radio, dar charlas en empresas sobre "el panorama político argentino", o contratos a allegados. Así las cosas, el periodista de San Rafael que dedica algunos días a conseguir auspiciantes infringe la letra del código en cuestión, y la estrella, en la medida en que una empresa ajena se dedica a contactar auspiciantes, no infringe nada, aunque abuse de todas las oportunidades que se le ofrecen. Dicho esto, no está de más aclarar que abundan ejemplos de periodistas que se desempeñan en mercados reducidos y que cometen tropelías al amparo de la "necesidad" de conseguir avisos, y de importantes editores y estrellas que no se someten a algún maquillaje para multiplicar sus ingresos.
Si ése es el objetivo, cabe preguntarse entonces si no son mucho más convenientes y sinceros los breves decálogos, las declaraciones de principios que den cauce a un medio o a un colectivo, antes que detallados artículos destinados a ser burlados.
Una supuesta opción para salvar los códigos ambiciosos sería que un cuerpo no judicial tuviera potestad de aplicar sanciones u obligar a rectificaciones a periodistas y medios. Más allá de que no abundan ejemplos, la sola idea de imaginar un tribunal de sabios que supervise al resto se torna casi tan peligrosa como una legislación estatal al respecto.
Por lo demás, la mejor formación de los periodistas, la desconcentración del mercado, medios públicos ejemplares, instituciones como el defensor de las audiencias, controles cruzados, decálogos breves, sindicatos activos y algún tipo de derecho a réplica son herramientas genuinas que contribuirían a cometer menos pecados.
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