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La tasa de desempleo correspondiente a junio no pudo ser divulgada en tiempo y forma en Brasil. Ocurre que el Instituto Brasileiro de Geografia e Estatística (IGBE) estaba la semana pasada en huelga, en el marco de un conflicto en la administración pública que llevó a un inédito enfrentamiento entre la Central Única dos Trabalhadores (CUT) y un Gobierno que, en teoría, comparte signo político. No obstante, trascendió información parcial que marca que la desocupación de las seis principales regiones metropolitanas (Recife, Salvador, San Pablo, Río de Janeiro, Porto Alegre y Belo Horizonte) oscila entre el 4,5% y el 7,9% de la población activa, mientras que la tasa nacional no habría variado del 6% de los meses precedentes, nivel mínimo en una década. Aun así, cruje como nunca la relación entre el Poder Ejecutivo y la Central Única de Trabajadores fundada por Luiz Inácio Lula da Silva en Sao Bernardo do Campo en 1982. «Lula ha tenido una política muy importante de incremento de los salarios de los empleados públicos, y con la llegada de Dilma ello ha cambiado. Pero no sólo en ese punto, sino en toda la cuestión fiscal», indicó a Ámbito Financiero desde San Pablo Rafael Cortez, analista de la firma Tendencias Consultoría. Una parte del mundo desarrollado en recesión, una China menos efervescente, una economía nacional que se enfría, nuevas demandas surgidas de trabajadores que progresaron durante una década y un giro en la política económica de Dilma Rousseff dibujan un escenario en el que se entienden frases como la siguiente: «Reprimir manifestaciones legítimas es aplicar el proyecto que hemos derrotado en las urnas. Para resolver conflictos, el camino es el diálogo, la negociación y el acuerdo. Sin eso, la huelga es la única salida». Esta y otras agrias acusaciones, que Dilma lleva a cabo una «agenda conservadora», salen disparadas de la cúpula de la CUT. A Dilma le muestran los dientes y Dilma muestra los dientes. Dispuso el no pago de los días de paro y la contratación de tercerizados para reemplazar tareas esenciales que realizan aquellos en huelga. El conflicto no se restringe a unos 350.000 empleados públicos (universidades, Justicia, entes autónomos, medios estatales, Electrobras) que iniciaron la protesta hace dos meses. En estos días, el Gobierno del Partido de los Trabajadores pulsea con camioneros, que mantienen un traumático piquete en la autopista Río-San Pablo y en otras vías a raíz de un cambio en la legislación laboral, al tiempo que se calienta un plan de lucha contra despidos en General Motors. Trazar similitudes y diferencias entre economías y sindicatos brasileños y argentinos excede las posibilidades de una nota, pero un aspecto salta a la vista. En Buenos Aires y en San Pablo, sendas partes de las centrales sindicales con más afiliados, del mismo signo político que los oficialismos, se pararon en la vereda de enfrente ante gobiernos cuyos mandatos empezaron hace no mucho. La CUT no es la CGT ni por historia, ni por ideología, ni por representatividad. Medidas en términos de trabajadores sindicalizados e incidencia en las bases, la confederación argentina tiene un peso sustancialmente mayor. Además, la central centroizquierdista brasileña comparte mercado con otras con tradición menos confrontativa y diferentes identidades partidarias, mientras que en la Argentina, la peronista CGT lidera en todos los gremios significativos, excepto docentes y estatales. El analista Cortez marca que, por un lado, «la CUT y el PT están más confundidos que lo que pueden estar el sindicalismo peronista y el Partido Justicialista. Por ejemplo, son muchos los legisladores del PT que además ocupan cargos en la dirección de la CUT». Atado a ello, otro factor político marca la diferencia. Lula mantiene un liderazgo indiscutible tanto en el partido como en la central sindical, un trono menos vulnerable que el que tenía Néstor Kirchner o, luego, Cristina Fernández de Kirchner dentro del peronismo. Inscripta en el paradigma de una alianza personal sellada a fuego con Lula, Dilma Rousseff impuso su sello tanto en la relación con la corrupción y los aliados políticos, la política exterior y una línea económica menos afín al mundo financiero. Y, como un componente de todo lo antedicho, otro estilo.La religión negociadora de Lula, anclada en su carisma, se transformó en el caso de su sucesora en golpes de timón para marcar la cancha. Se da así un tándem con dos pesos pesados. Dilma rompe alianzas y tabúes, Lula contiene quejas y apuntala. Cortez resaltó un aspecto que no cambió y que significó, hace ya años, un rediseño del mapa político de Brasil. La elevación del mínimo salarial y una creciente asistencia social que, vía acceso a alimentos, salud y educación, acercó al Estado a ciertos segmentos de la población por primera vez en la historia. Esto conforma una base social sólida que si bien no decide elecciones marca un piso alto, y que le da juego a la presidenta (brasileña) para plantar cara ante sectores medios. Cabe insistir, no se trata de exagerar similitudes a varios miles de kilómetros de distancia, latitud sur. |
Unos tipos con micrófono que insultan más que un hincha desbordado son presentados en las webs y en la tele como apasionados que causan gracia. Antes que ocurrentes espontáneos son, en realidad, violentos equiparables con barrabravas. Es una paradoja que ello ocurra en el Río de la Plata, donde nacieron los mejores relatores de fútbol del mundo. Entre ellos, el mejor, Víctor Hugo. El jugador sublime tuvo al relator sublime. Por su universo de palabras y sus tonos de voz, por sus creaciones artísticas; por su capacidad para leer la jugada y por la precisión de la narración. Casi no aparecen ahora los diálogos que VH presumía entre jugadores o con el árbitro, o el "que sea, que sea, que sea". Pervive el "ta ta ta" y el "no quieran saber". Contemporáneos de Víctor Hugo, hubo y hay relatores brillantes (soy injusto y nombro seis: Juan Carlos Morales, José María Mansilla, José Gabriel Carbajal, el primer Walter Saavedra y el mejor relator argentino que esc...
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