Es probable que el periodista australiano haya perdido la razón, pero antes volvió locos a los tutores de las libertades públicas
Julian AssangeSebastián Lacunza / elDiarioAR
4 de enero de 2021 17:33h
Diez años
atrás, varias decenas de miles de documentos divulgados por WikiLeaks dejaron
expuesto el lado B de la política exterior estadounidense. Resultó que la
burocracia del Departamento de Estado había consignado por escrito objetivos inconfesables,
unas cuantas ilegalidades, intercambios de favores con amigos y supuestos
enemigos, la voracidad pedigüeña de elites locales ante las delegaciones de
Washington y un sinfín de historias mínimas de la política global y barrial.
Ante el
desafío inédito, Estados Unidos y su aliado central, el Reino Unido, comenzaron
una persecución en todos los órdenes contra Julian Assange, principal
responsable de la divulgación los 250.000 documentos del Departamento de
Estado. Al borde de perder la razón producto de un encierro de más de 8 años,
según consignan quienes tuvieron contacto reciente con él y peritajes
sicológicos, el periodista australiano recibió este lunes un aliciente: no será extraditado en lo inmediato a Washington, donde es
acusado de espionaje y violación de documentos oficiales. El fallo de la
Justicia británica es apelable, por lo que la decisión podría variar en poco
tiempo.
La jueza Vanessa Baraitser esgrimió un argumento que no hace más que agregar sordidez al proceso. Como Assange es “un hombre deprimido y a veces desesperado” a causa del encierro, podría no soportar la extradición y hasta llegaría a atentar contra su vida. Por lo demás, las “garantías constitucionales y procesales” no estaban en riesgo, evaluó Baraitser. Su confianza en el sistema judicial estadounidense es total.
Es decir,
la magistrada del fuero penal de Inglaterra y Gales consideró legítimo que el
fundador de WikiLeaks fuera acusado en un proceso secreto del otro lado del
Atlántico. Nada para objetar sobre la vulneración del derecho a la defensa que
supone el ocultamiento de las pruebas y hasta de la acusación concreta, ni
sobre la opacidad de un expediente alimentado por los servicios de
Inteligencia.
La jueza
tampoco evaluó el hecho de que la Fiscalía sueca cerrara, en mayo de 2017, la
investigación por denuncias de agresión sexual contra dos jóvenes por falta de
pruebas. Fue un detalle menor que la causa, no exenta de detalles llamativos, se hubiera iniciado en
agosto de 2010, días después de la divulgación por parte de WikiLeaks de
crímenes de guerra cometidos en Afganistán.
Ante la
inminencia de su arresto en 2012, Assange pasó 5 años refugiado en la sede de
la Embajada de Ecuador en Londres y, tras la caída de la causa sueca,
permaneció otros 2 años en ese pequeño departamento del barrio de Knightbridge.
Sospechaba, con algún motivo, que su destino próximo sería alguna cárcel
secreta del estado de Virginia sin escala en Estocolmo. Cuando el obediente
ecuatoriano Lenín Moreno dispuso el fin de asilo, policías británicos esperaron
a Assange a la salida de la Embajada. Era abril de 2019. Ya no había reclamo
sueco, por lo que la petición de extradición estadounidense debió salir a la
luz.
Por sobre los detalles procesales, la irregularidad de la causa contra Assange radica en un plano simbólico y ello es, a veces, más poderoso. La información de WikiLeaks dejó al desnudo la promesa civilizatoria que los tutores de la democracia occidental decían encarnar. Entre la “seguridad nacional” y la libertad de expresión, la opción de las instituciones estadounidenses quedó clara. El aparato estatal, con sus 100.000 burócratas de Inteligencia, no debía ser vulnerado, ni siquiera para difundir crímenes de lesa humanidad cometidos por el Pentágono y la CIA.
La calidad
de la democracia británica, de mejor fama que la de su socio transatlántico,
chocó de plano con otra filtración en 2013: la del analista de Inteligencia
Edward Snowden. En su caso, no hizo falta una denuncia sueca para que enviados
del Gobierno se presentaran en la redacción de The Guardian y
forzaran a sus editores a destruir a martillazos y con moladoras el hardware en
el que habían guardado los archivos, o que otros agentes retuvieran ilegalmente
en el aeropuerto de Heathrow al novio del periodista que contactó a Snowden.
Tampoco necesitó demasiadas explicaciones el piloto del avión que transportaba
a Evo Morales para aterrizar por la fuerza en Viena ante la sospecha infundada
de que transportaba a Snowden, en otra noche surrealista.
Principio rector
La
historia registra múltiples episodios de estados de excepción y doble estándar
en las relaciones internacionales. Aquella máxima del pragmatismo sobre los
“hijos de puta” nuestros y ajenos atribuida a Franklin Roosevelt y retomada por
Henry Kissinger es un principio rector de la política internacional; nada para
escandalizarse. Eso sí. La máxima no suele ser puesta en documentos públicos
como los que reveló WikiLeaks. Los textos, con sus aristas y masividad,
encontraron en internet una potencia difícil de controlar: miradas diseminadas
por todo el mundo para leer, copiar y pegar textos inabarcables.
Ante un
desafío extraordinario, las potencias respondieron con métodos extraordinarios.
Los Estados debieron solicitar asistencia de los pilares del capitalismo
global. Allí acudieron Visa, Mastercard y el sistema financiero para bloquear
los recursos y las transferencias a WikiLeaks. Google, Facebook y compañía
fueron los primeros que se anotaron para volcar todo el fisgoneo del que eran
capaces (anular cuentas, investigar mails, rastrear contactos) al servicio de
la causa nacional del único país al que obedecen.
Los medios se encontraron a ellos mismos en los cables de WikiLeaks
A la par
de la colaboración del sistema financiero y los rectores de internet se ubicó
el quinto poder. Las grandes marcas de los medios de comunicación, en un
principio, del Primer Mundo, y luego, de la periferia, comprendieron de
inmediato que hay textos impublicables, y que era mejor prestar atención a
algunos cables por sobre otros, no en función de su noticiabilidad, sino del interés
político y económico de las empresas editoras. El límite infranqueable de la
divulgación del contenido de WikiLeaks se dio cuando los editores se toparon
con cables que revelaban que colegas encumbrados o los dueños de los medios
tramitaban ante las embajadas estadounidenses alguna denuncia falsa, un pedido
de auxilio económico o político, o un negocio paralelo de una empresa hermana.
Probablemente
Assange —como suelen hacer los periodistas— haya seleccionado qué filtración
activar y cuál era preferible guardar en un cajón. Quizás haya buscado una
fuente de financiamiento non sancta en algún momento de su
carrera, como algún que otro empresario del sector. Es posible que tenga un ego
exacerbado, pecado que alguna vez se pudo haber hecho presente en una redacción.
Pero hay algo seguro. Assange puso sobre la mesa —o colgó en la nube— una dosis
de verdad superior a la que la democracia informativa podía asumir.
SL
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