Sebastián Lacunza
Buenos Aires Herald
Durante muchos
años, para ciertos círculos de la sociedad argentina, la dictadura fue “el
proceso” o “el gobierno militar”, y el terrorismo de Estado era “la guerra
sucia” o, con un tono más cómplice con las atrocidades, “la lucha
antisubversiva”.
La militancia
de los organismos de derechos humanos y las víctimas coincidieron con la
prédica del primer presidente de la democracia, Raúl Alfonsín, para llamar a
las cosas por su nombre. Así, aquél que quiso pudo saber que en los tempranos 80 — si es
que había estado distraído la década anterior — imperó entre 1975 y 1983 un régimen que utilizó metodología nazi. En ese sentido, Alfonsín como presidente y los
organismos en las calles (aliados por conveniencia más que por convicción)
emprendieron una tarea didáctica contra, por ejemplo, la mayoría de los medios
de comunicación de entonces. Hubo que esperar más de una década desde la
recuperación de la democracia para que los diarios Clarín y La Nación se
atrevieran a titular con la palabra “dictadura”.
Mauricio Macri
no estuvo entre los sectores que abrieron los ojos a tiempo. El actual
presidente, como casi todos en el gran empresariado argentino, no mostró ningún
interés en el proceso de memoria, verdad y justicia en las décadas del ochenta
y noventa, cuando ya era una figura pública, primero como joven ejecutivo en
las empresas de su padre y luego como presidente de Boca. Por el contrario, en
la generación de los grandes magnates como Franco Macri, prevaleció una mirada
cómplice con los militares, en honor a los buenos negocios cometidos. Hijo de
aquella generación aunque con un padre mucho más modesto que Franco Macri es el
derrotado candidato kirchnerista a la presidencia Daniel Scioli, dos años mayor
que el actual presidente. Hay registros de hace 25 años que muestran a Scioli
sin ningún compromiso con las causas por lesa humanidad. De hecho, fue un
firme aliado del peronista de derecha Carlos Menem, quien trató de coronar la
impunidad absoluta en la Argentina con los indultos. Vale reconocer que Scioli
rectificó el rumbo y hace ya 12 años, poco después de su llegada al
kirchnerismo, que abrazó al causa de la justicia sin vacilaciones.
Entrevistado
por una periodista mexicana, Macri volvió a demostrar esta semana que los
juicios a los represores no están dentro de su órbita de interés, y que hasta
desconoce la marcha del proceso. Llamó “guerra sucia”, un típico cliché de su
círculo económico y cultural, al accionar de un Estado que secuestró y tiró a los disidentes al río en plena noche, sin
ninguna guerra, ni limpia ni sucia.
Sin embargo, es
posible mirar la mitad del vaso lleno.
Veinte años atrás, Carlos Menem decía lo siguiente. "Más allá de los costos y de los errores que
se cometieron en una guerra sucia como la que tuvimos que vivir, lo cierto es
que desapareció el aparato subversivo de la Argentina. Eso se lo debemos al
pueblo, que comprendió la etapa que vivimos, y a los hombres de armas y de
seguridad. En una guerra sucia merecen respeto todos tanto los muertos de
un sector como los del otro. También hubo torturas, cautiverio y asesinatos por
parte de quienes ahora se rasgan las vestiduras levantando la voz en contra de
las Fuerzas Armadas. Yo he sido una de sus víctimas, así que tengo más
autoridad que muchos para hacer referencia a estos temas. Es mejor
olvidar todo esto”
Con su apoyo – aunque sea formal y a
desgano – a los juicios a los represores, expresado al menos en los últimos
cinco años, Macri quebró una tradición de los políticos conservadores
argentinos. Sea por convicción o necesidad, el macrismo no encuentra espacio
hoy siquiera para sostener a un funcionario como Darío Lopérfido, exsecretario
de Cultura de la Ciudad experto en jugar frívolamente con la
memoria de la dictadura.
Por caso, la
vicepresidenta Gabriela Michetti, con origen político en el ala moderada de la
Democracia Cristiana, viene predicando con absoluta claridad su condena al
terrorismo de Estado, sin los vaivenes semánticos de Macri. Michetti es una más
dentro del oficialismo que debe lidiar con otros que
bregan por la impunidad, tanto dentro como fuera del oficialismo. Por caso, los editoriales de La Nación – diario
especialmente influyente en las decisiones del gobierno - aún hoy se muestran desinhibidos a favor del
olvido, la tergiversación y la injusticia, síntoma elocuente de la solidez que
tuvo la alianza de la prensa con los represores de los setenta.
Si el fuerte de
Macri no son las palabras, cabe remitirse a los hechos. Empujado por la visita
de Barack Obama, el Presidente se forzó a recibir a referentes de los
organismos de derechos humanos que hasta entonces había ignorado (si bien
compensó el gesto con reuniones con representantes de los represores presos).
En un plano más
importante, la secretaría de Derechos Humanos de Macri mantuvo su condición de
querellante en los juicios por violaciones a los derechos humanos, al menos
hasta la semana pasada. El miércoles surgió un dato negativo cuando se hizo público
que el Estado se había retirado de la querella en el juicio por el secuestro de
Eduardo Saiegh, un empresario que despojado de su banco y sus empresas en una
acción coordinada por autoridades económicas de la dictadura. No casualmente,
el juicio que el gobierno de Macri deja ahora debilitado tiene como acusados a
responsables civiles, no sólo a militares.
Probablemente
el proceso de justicia no sea prioridad para el gobierno de Macri, pero no le
será fácil dar vuelta la página. Cada vez que el Presidente o sus funcionarios
incurren en alguna torpeza, la sociedad argentina muestra los resortes para
recordar el valor del Nunca Más.