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Los atajos de una relación



Escribe
Sebastián Lacunza

El Departamento de Estado suele bajarle el precio a las reacciones adversas de líderes políticos y sociales argentinos (incluidos presidentes). Los diplomáticos las asumen como un dato folklórico con el que hay que lidiar, que brinda impulsos de popularidad en un país en el que el sentimiento antiestadunidense cotiza alto y recorre la historia.

Dicha mirada descarnada, que resta romanticismo a las proclamas dirigenciales del estilo “fuera yankees”, tiene algo de asidero. No hacía falta revelar documentos secretos para saber que, como el tero, algunos líderes inflaman su retórica ante los micrófonos para luego acudir a despachos de las avenidas Colombia o Libertador y expresar su espíritu colaborativo hacia la potencia del Norte. Acaso el ex vicepresidente Amado Boudou, su amigo y hoy antikirchnerista Sergio Massa y el fallecido fiscal Alberto Nisman hayan dejado expuesta una conducta impropia, pero, al fin y al cabo, la Argentina fue gobernada en los años noventa por un peronista que se presentó “antiimperialista” como candidato y promovió “relaciones carnales” una vez en funciones.

Desde una perspectiva global, el gobierno de Néstor Kirchner y el primero de Cristina Fernández de Kirchner (CFK) tuvieron espacios de colaboración que fueron bastante más allá de lo admitido por las casas Rosada y Blanca. Diez años atrás, para ninguna de las dos administraciones tenía sentido explicitar acuerdos que daban resultados satisfactorios, justamente, si no hacían ruido. El segundo turno de CFK fue otra historia. En el tramo final del gobierno de la presidenta peronista de centroizquierda, la puja con los fondos buitre y la denuncia y muerte del fiscal Nisman llenaron la relación bilateral de intrigas y terminaron por transformar una convivencia tensa en congelamiento e indiferencia.
Sin embargo, una recurrencia excesiva a la noción de que la actitud de la dirigencia argentina peronista o de izquierda hacia Washington obedece a meras razones demagógicas, “para la tribuna”, puede llevar a equívocos. El abuso de un enfoque que no considere los puntos de divergencia y las huellas históricas de la relación no conduce a ningún lado.
En estas horas, comprobaremos hasta qué punto llega la reparación por el aspecto más dañino de la intervención de Washington no sólo en la Argentina sino al sur del río Colorado, como fue el impulso o la connivencia con dictaduras sangrientas.
Menos dramático fue el desencuentro reciente de los gobiernos de Barack Obama y Cristina Fernández de Kirchner en torno al abordaje de los fondos buitre. Por un momento, indicios marcaban que el Presidente demócrata tomaría partido por la postura argentina para frenar la toxicidad para el sistema financiero que porta el accionar de esos fondos especulativos. Adicionalmente, el emblema de los empresarios “buitre”, Paul Singer, ha destinado millones de dólares año tras año para financiar campañas y políticos que tenían como destinatarios predilectos tanto al mandatario demócrata como el gobierno argentino. Sin embargo, a CFK y a Obama no los unió el espanto.

Con Macri en la Casa Rosada, escuchamos dosis aluvionales de palabras como “relanzamiento”, “madurez”, “oportunidades”, “confianza” e “inversiones” para explicar el nuevo hito de la relación entre Buenos Aires y Washington. No es la primera vez que suceden fotos festivas y gestos de complicidad. Si el abordaje no tiene en cuenta otras palabras menos gratas como “especulación”, “asimetrías”, “corrupción” y “sometimiento”, la promesa de un futuro venturoso fracasará una vez más.

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