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“Mantener lo bueno”, idea que encuentra límites

• LO INDICAN LAS ELECCIONES DE BRASIL Y URUGUAY.
• ¿LECCIÓN PARA LA ARGENTINA?


Escribe Sebastián Lacunza



Luis Lacalle Pou, Marina Silva y Henrique Capriles
 Tras una larga década de triunfos electorales de gobiernos latinoamericanos populistas, de centroizquierda o no pertenecientes a la élite tradicional, según la definición que se elija, emergió la propuesta de"mantener lo bueno y cambiar lo malo", en detrimento de ofertas de oposición cerril que en el pasado cercano habían sufrido derrotas abrumadoras. El presupuesto es que las sociedades de la región, aun con diferentes tradiciones y modelos productivos, vivieron un período de crecimiento, bajo desempleo y progreso social, lo que genera condiciones poco receptivas para el éxito de consignas de cambio radical.

El proceso electoral que acaba de culminar en Brasil con la tercera reelección para el Partido de los Trabajadores (PT) y el que deja al Frente Amplio uruguayo al borde de una nueva victoria en balotaje contribuyen a analizar el umbral del giro opositor en dos países que difieren entre sí pero que, a su vez, comparten con la Argentina mucho más que un bloque comercial.

Por un lado, Marina Silva, figura de épica personal que deambula por sellos electorales; por el otro, Luis Lacalle Pou, desinhibido heredero del linaje más tradicional del Partido Nacional, uno de los más antiguos de Occidente. Distintos perfiles pero similares promesas que partieron desde los logros conseguidos para ampliarlos y perfeccionarlos.

Sin embargo, a la hora de la verdad, las mareas de Silva y Lacalle Pou volvieron al cauce que las contiene y casi repitieron los porcentajes sacados por sus representaciones políticas hace cuatro y cinco años, respectivamente. Se puede afirmar, entonces, que el ensayo "por la positiva", que también tuvo un esbozo aun más frustrante en los recientes comicios de Bolivia, no encontró el éxito anunciado. Al final, la divisoria de aguas no se alejó demasiado de las experiencias pasadas.

La ambientalista brasileña fue portadora de la promesa de mantener el plan Bolsa Familia y de elevar el presupuesto educativo hasta 10% del PBI desde los cerca de seis puntos actuales, al tiempo que hizo propio el recetario de bajar el gasto, cobrar menos impuestos y mirar a EE.UU. antes que al Mercosur. Fue así que atrajo, apenas por un rato, una mudanza océanica de intención de voto desde las huestes de Aécio Neves, que si bien no prometía revertir las ayudas sociales, representaba más genuinamente la propuesta conservadora.

Vista durante unos días como una carta más competitiva frente al PT, Silva sufrió sendos ataques por izquierda y derecha que la dejaron fuera de carrera. Por un lado, a Dilma Rousseff se le ocurrió preguntarle en los debates televisados cómo haría para elevar tanto el gasto en educación y a la vez bajar impuestos y recortar gastos. No hubo respuesta. Desde otro ángulo, el poco entendible proyecto ecocapitalista, la carestía de cuadros técnicos, las malas relaciones con el conflictuado partido que la alojaba y el vuelo corto del honestismo no hicieron más que encender alarmas en una prensa (Veja, O Estado, Globo, Folha) que no oculta su preferencia por programas más elaborados, como el de Neves.

Pocos días atrás, Silva regaló la última postal de su fallido tránsito. Lejos de la campesina que caminaba entre plantaciones, se dejó besar la mano por el conservador Neves, quien supuestamente le prometió la gloria ecológica y la transparencia eterna que el PSDB no demuestra en sus gestiones locales. Muchos de sus votantes de primera vuelta en el Nordeste leyeron otra cosa y le dieron a Rousseff los votos que necesitaba para ser reelecta.

Parecidos fueron los ejes de Lacalle Pou: combate a la inseguridad, competitividad económica y buena onda general. Si Luis Lacalle padre, expresidente, es un clásico con modos de estanciero, dispuesto a utilizar la supuesta propensión a la violencia de los tupamaros como argumento de campaña, Lacalle hijo se mostró como un montevideano aporteñado con la gracia y la calidez de Alejandro Fantino, arriesgándose a combinar esa picardía con una catequesis exacerbada del diálogo y el consenso.

Desde el Frente Amplio, se desgañitaron tratando de convencer al votante de que detrás del Aire Fresco (la línea interna del candidato), las ideas padre-hijo eran similares, por ejemplo, a la hora de oponerse al estatuto del peón rural. El intento resultó matemáticamente exitoso. Resultados de la primera vuelta de 2009: José Mujica, 47,96%; Luis Lacalle Herrera, 29,07%. Elecciones del domingo: Tabaré Vázquez, 47,89%; Luis Lacale Pou, 30,97%. 

Moderar el discurso para atraer al voto menos convencido tiene sentido. La ralentización o el estancamiento de las economías y el surgimiento de demandas que van más allá de la alimentación, el sueldo a fin de mes y el acceso a la educación siembran el terreno para propuestas que abrevan en la fricción de ir por más sin perder lo conseguido.

El primero en esbozarlo, el venezolano Henrique Capriles, casi logra el objetivo el año pasado, cuando quedó a apenas 1,5 punto de Nicolás Maduro. Desde entonces Venezuela profundizó su crisis económica y política, pero la oposición vive inmersa en un cisma entre el sector de Capriles y el del hoy preso Leopoldo López, más afecto al derrocamiento de facto.

Cabe entonces preguntarse sobre la eficacia del cambio de estrategia ante electorados que, por cierto, se muestran más predispuestos a dejar de acompañar a desgastados oficialismos que llevan más de una década y que, en algunos casos, no aciertan a resolver problemas estructurales.

La lectura que aporta la experiencia de los países vecinos es que la propuesta de cambios menos copernicanos requiere de más densidad y menos marketing. Mayor coherencia discursiva y de conductas personales, formación de equipos y, sobre todo, otro nivel de autonomía con respecto a los medios de comunicación tradicionales que se han erigido en factores centrales de oposición, para beneplácito de los oficialismos. Un cambio de agenda política requiere otro tipo de liderazgo

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