Escribe
Sebastián Lacunza
Se debate sobre instituciones, legalidad, periodismo y libertad de prensa en la Argentina. El intercambio es acalorado, a veces ruin, con frecuencia interesado y casi siempre binario. Sin embargo, una modificación acelerada de las reglas de juego de la democracia está teniendo lugar en los países centrales, derechos que se presumían consagrados ya no lo están, y poco y nada de ese proceso genera polémica en esta latitud sur.
En pocas semanas, nos enteramos de que un vuelo presidencial es desviado y su ocupante, Evo Morales, humillado por un embajador de segundo nivel; que gobiernos europeos salen a la caza de un contratista de la CIA que se dio vuelta; que el novio de un periodista es demorado nueve horas en un aeropuerto de Londres "para dar un mensaje a todos", y que el primer ministro de esa democracia ejemplar que es el Reino Unido manda a sus hombres a visitar al director de un diario centenario para obligar al periodista a destruir hardware con archivos sensibles. Le aclaran, entre risas, que suspenderían los helicópteros para invadir o bombardear la redacción. "Ya tuvieron su diversión, devuélvanos el material", le habían avisado al director de The Guardian por teléfono. El editor de uno de los periódicos más prestigiosos del mundo obedece y lo informa a sus lectores... un mes después.
Lo antedicho tiene un factor común. No se sabe quién dio la orden para tales procedimientos. No hay juez, no hay un papel. Un bien supremo parece mover la mano invisible.
Sí, en cambio, hubo un tribunal que puso la firma a la condena del soldado que proporcionó las comunicaciones reservadas del Departamento del Estado a la organización WikiLeaks. El informante fue condenado el miércoles a 35 años de prisión, tras un proceso irregular en la Justicia militar norteamericana, según consideraron reconocidas organizaciones de derechos humanos.
Si bien resulta razonable que sea penada la divulgación indebida de cientos de miles de documentos que dejan al desnudo la política exterior de un país, se presenta una contradicción en cuanto al monto de la pena.Bradley Manning, o Chelsea, como la infidente se rebautizó ayer, pasará, con suerte, un mínimo de nueve años en la cárcel. Frank Wuterich, un sargento que ordenó a su patrulla matar a 24 civiles inocentes, varios de ellos mujeres y niños, en la localidad iraquí de Haditha, en noviembre de 2005, recibió en 2012 una condena de reducción de dos tercios de su sueldo durante tres meses y se lo degradó a soldado raso. Otros siete militares que perpetraron la masacre, uno de los cuales admitió haber orinado sobre los cadáveres, fueron exculpados.
El vale todo global que se reeditó semanas atrás se disparó cuando un excontratado por la CIA, Edward Snowden, dio a conocer un masivo espionaje que perfora cualquier estándar de privacidad de países democráticos. La inversión económica, el volumen de información y el personal involucrado (punto sensible que conspiró y conspirará contra la pretendida confidencialidad) son astronómicos. La última información de The Wall Street Journal es que la Agencia de Seguridad Nacional (NSA) tiene capacidad para supervisar el 75% del tráfico mundial de Internet. Facebook (me gusta), Google y compañía, se sabe, ofrecen toda la colaboración requerida.
Con tamaña capacidad instalada, resulta obvio que los fines del espionaje exceden con creces cualquier hipótesis de terrorismo. De hecho, las pruebas indican que el blanco de inteligencia fueron (son) también ciudadanos norteamericanos y, especialmente, de países amigos de Europa. Nadie se enojó demasiado cuando algunos detalles pintorescos salieron a la luz y todos continuaron a la caza de Snowden. Al fin y al cabo, como dijo la Casa Blanca, todos espían.
El nuevo escenario, o la iluminación del nuevo escenario, podría generar algún conato de indignación, una explicación descarnada sobre "realpolitik", cierta reedición de viejas teorías de los dos demonios o del choque de civilizaciones. En cualquier caso, todo análisis debería partir, ante hechos incontrastables, del dato de que el mundo no es como en algún momento muchos habían pensado, que la superioridad moral es, en general, insostenible como argumento político, y que el "estado de excepción" parece más la regla que la excepción.
Sucedidos los ataques terroristas de 2001 contra EE.UU., la gran potencia del norte revirtió derechos civiles históricos en aras de la seguridad nacional, con herramientas como la ley Patriota, el penal de Guantánamo y otras ilegalidades. Los pocos que opusieron reparo a esos atajos, especialmente en el ambiente académico, no la pasaron bien los primeros años que siguieron a la espectacular irrupción de Al Qaeda en Washington y Nueva York. Era hora de barajar y dar de nuevo entre derechos y libertades. Ahora empezamos a saber hasta qué punto llegó el "new deal" del siglo XXI.
Más de una década y dos guerras-invasiones civilizatorias después, aquellos rasgos de la excepción democrática del demonizado George W. Bush alcanzaron su esplendor durante el Gobierno del primer presidente negro de la historia de EE.UU. Barack Obama es el mismo mandatario que informó que autoriza en persona matanzas a través de la nueva estrella del Pentágono, los aviones no tripulados (drones). Por ello, en más de un ítem, para la Unión de Libertades Civiles de EE.UU. (ACLU), el demócrata empeora los registros del republicano.
Así las cosas, los dilemas éticos expresados en la película "La vida de los otros" podrán ser vistos con ternura dentro de pocos años.
En pocas semanas, nos enteramos de que un vuelo presidencial es desviado y su ocupante, Evo Morales, humillado por un embajador de segundo nivel; que gobiernos europeos salen a la caza de un contratista de la CIA que se dio vuelta; que el novio de un periodista es demorado nueve horas en un aeropuerto de Londres "para dar un mensaje a todos", y que el primer ministro de esa democracia ejemplar que es el Reino Unido manda a sus hombres a visitar al director de un diario centenario para obligar al periodista a destruir hardware con archivos sensibles. Le aclaran, entre risas, que suspenderían los helicópteros para invadir o bombardear la redacción. "Ya tuvieron su diversión, devuélvanos el material", le habían avisado al director de The Guardian por teléfono. El editor de uno de los periódicos más prestigiosos del mundo obedece y lo informa a sus lectores... un mes después.
Lo antedicho tiene un factor común. No se sabe quién dio la orden para tales procedimientos. No hay juez, no hay un papel. Un bien supremo parece mover la mano invisible.
Sí, en cambio, hubo un tribunal que puso la firma a la condena del soldado que proporcionó las comunicaciones reservadas del Departamento del Estado a la organización WikiLeaks. El informante fue condenado el miércoles a 35 años de prisión, tras un proceso irregular en la Justicia militar norteamericana, según consideraron reconocidas organizaciones de derechos humanos.
Si bien resulta razonable que sea penada la divulgación indebida de cientos de miles de documentos que dejan al desnudo la política exterior de un país, se presenta una contradicción en cuanto al monto de la pena.Bradley Manning, o Chelsea, como la infidente se rebautizó ayer, pasará, con suerte, un mínimo de nueve años en la cárcel. Frank Wuterich, un sargento que ordenó a su patrulla matar a 24 civiles inocentes, varios de ellos mujeres y niños, en la localidad iraquí de Haditha, en noviembre de 2005, recibió en 2012 una condena de reducción de dos tercios de su sueldo durante tres meses y se lo degradó a soldado raso. Otros siete militares que perpetraron la masacre, uno de los cuales admitió haber orinado sobre los cadáveres, fueron exculpados.
El vale todo global que se reeditó semanas atrás se disparó cuando un excontratado por la CIA, Edward Snowden, dio a conocer un masivo espionaje que perfora cualquier estándar de privacidad de países democráticos. La inversión económica, el volumen de información y el personal involucrado (punto sensible que conspiró y conspirará contra la pretendida confidencialidad) son astronómicos. La última información de The Wall Street Journal es que la Agencia de Seguridad Nacional (NSA) tiene capacidad para supervisar el 75% del tráfico mundial de Internet. Facebook (me gusta), Google y compañía, se sabe, ofrecen toda la colaboración requerida.
Con tamaña capacidad instalada, resulta obvio que los fines del espionaje exceden con creces cualquier hipótesis de terrorismo. De hecho, las pruebas indican que el blanco de inteligencia fueron (son) también ciudadanos norteamericanos y, especialmente, de países amigos de Europa. Nadie se enojó demasiado cuando algunos detalles pintorescos salieron a la luz y todos continuaron a la caza de Snowden. Al fin y al cabo, como dijo la Casa Blanca, todos espían.
El nuevo escenario, o la iluminación del nuevo escenario, podría generar algún conato de indignación, una explicación descarnada sobre "realpolitik", cierta reedición de viejas teorías de los dos demonios o del choque de civilizaciones. En cualquier caso, todo análisis debería partir, ante hechos incontrastables, del dato de que el mundo no es como en algún momento muchos habían pensado, que la superioridad moral es, en general, insostenible como argumento político, y que el "estado de excepción" parece más la regla que la excepción.
Sucedidos los ataques terroristas de 2001 contra EE.UU., la gran potencia del norte revirtió derechos civiles históricos en aras de la seguridad nacional, con herramientas como la ley Patriota, el penal de Guantánamo y otras ilegalidades. Los pocos que opusieron reparo a esos atajos, especialmente en el ambiente académico, no la pasaron bien los primeros años que siguieron a la espectacular irrupción de Al Qaeda en Washington y Nueva York. Era hora de barajar y dar de nuevo entre derechos y libertades. Ahora empezamos a saber hasta qué punto llegó el "new deal" del siglo XXI.
Más de una década y dos guerras-invasiones civilizatorias después, aquellos rasgos de la excepción democrática del demonizado George W. Bush alcanzaron su esplendor durante el Gobierno del primer presidente negro de la historia de EE.UU. Barack Obama es el mismo mandatario que informó que autoriza en persona matanzas a través de la nueva estrella del Pentágono, los aviones no tripulados (drones). Por ello, en más de un ítem, para la Unión de Libertades Civiles de EE.UU. (ACLU), el demócrata empeora los registros del republicano.
Así las cosas, los dilemas éticos expresados en la película "La vida de los otros" podrán ser vistos con ternura dentro de pocos años.