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El lugar que Mujica deja vacante

   Lunes 16 de Mayo de 2011   
Escribe

Sebastián Lacunza

José Mujica no deja clara la razón que lo lleva a rechazar la anulación de la amnistía a los responsables de crímenes de lesa humanidad cometidos durante la dictadura militar (1973-1985), un tema no resuelto y que lo puede llevar a una encerrona política.
Por un lado, Mujica afirma que apoya que se juzgue el terrorismo de Estado pero que, para tal fin, no se debe «pasar por arriba a dos plebiscitos», y que la ajustada mayoría parlamentaria para «interpretar» la Ley de Caducidad, conseguida«a gatas» -según dijo-, representa un problema de legitimidad para ganar un debate tan divisivo.
Sin embargo, al mismo tiempo, en sus apelaciones públicas, el presidente uruguayo cuestiona las bases del principio de imprescriptibilidad de los crímenes de lesa humanidad, consagrado por el derecho internacional, y en base al cual el Estado que preside recibió un fallo adverso de parte de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) en el caso de la desaparición de María Claudia García Irureta -nuera de Juan Gelman-, el 24 de marzo pasado.
Sobre las alusiones a su disgusto de ver a «viejitos en la cárcel», en su activa semana pasada, Mujica abundó que «la política del Frente Amplio hacia adelante es una bandera de derechos humanos desplegada a favor de los vivos». Es decir, no queda claro que el Pepe esté tan convencido de que la amnistía que rige en Uruguay desde 1986 (también sancionada «a gatas», y refrendada nuevamente «a gatas» en los plebiscitos de 1989 y 2009) deba ser revertida.
Esas palabras del mandatario frenteamplista, pronunciadas el día en que un tribunal de Múnich condenaba al guardia nazi del campo de concentración de Sobibor John Demjanjuk por crímenes cometidos en 1943, no encuentran hoy asidero en la legislación internacional sobre la materia. Nada impide bregar por los derechos humanos de «los vivos» al tiempo que se esclarecen las atrocidades del pasado, aun salteando la noción de que las desapariciones y las sustituciones de identidad, sostienen los más autorizados estrados judiciales, son delitos permanentes. Se suma el hecho de que ha pasado agua bajo el puente y, por ejemplo, los principios jurídicos que fundamentan el Tratado de Roma que dieron origen a la Corte Penal Internacional tornan inadmisible plebiscitar si las torturas y desapariciones llevadas a cabo por el Estado merecen ser juzgadas.
Cada país es un mundo a la hora de afrontar las secuelas de un régimen dictatorial. Alemania se tomó su tiempo para lograr un consenso unánime de sus fuerzas democráticas, y aun hasta los 80 se veía sacudida sobre la legitimidad de tal o cual juez por el papel que había desempeñado cuatro décadas antes.
Uruguay y, en particular, el Frente Amplio también exhiben antecedentes que ayudan a entender la tenaz oposición de Mujica y de su compañero de cautiverio e ícono de los Tupamaros, Eleuterio Fernández Huidobro, a anular la amnistía. El Pacto del Club Naval fue un acuerdo entre bambalinas que aún hoy motiva versiones variadas, sellado en 1984 por la saliente dictadura y los líderes de los partidos Nacional (Blanco), Colorado y Frente Amplio. Allí quedó definido el marco de la transición, incluido el punto de que los íconos de la resistencia blanco y frenteamplista, Wilson Ferreira Aldunate y Líber Seregni, no se presentaran a las elecciones del retorno democrático. ¿Avaló Seregni, en dicho acuerdo, la amnistía, como sostienen referentes colorados y blancos?
Responde a Ámbito Financiero el senador comunista Eduardo Lorier: «Eso es una cuestión de discrepancia. Hubo versiones que opinaron eso, pero lo cierto es que cuando se establece la Ley de Caducidad, todos salimos a buscar firmas y encaramos una campaña durísima por el voto verde (en referencia al referendo de 1989 para anular la ley), con todo el temor que había. Podría haberse dicho que era un acuerdo en cuanto a la salida sin la presencia del general Seregni y de Wilson Ferreira, eso sí, pero jamás hubo tal pacto de impunidad».
Hay quienes sostienen que Mujica responde a la lógica de quien asume que acepta la derrota en un conflicto y da vuelta la página. Lorier también desmiente este punto: «Quedó claro en el plenario del sábado que en el Frente Amplio no hay nadie que esté por fuera del gran objetivo de anular la ley. Sólo diferimos en los caminos».
Con o sin pacto, Uruguay afronta una distorsión política. De los cinco presidentes de la democracia (los colorados Julio María Sanguinetti y Jorge Batlle, el blancoLuis Alberto Lacalle y los izquierdistas Tabaré Vázquez y Mujica), ninguno apoya hoy la anulación de la Ley de Caducidad. Si se toman en cuenta los dos referendos, el 43% en 1989 y el 48% en 2009 se manifestaron a favor de finalizar la impunidad, segmentos significativos que carecen de representante en el top five de la política uruguaya.
Mujica, en rol de candidato, y Vázquez, como jefe de Estado, no le pusieron el cuerpo al confuso referendo de 2009, que coincidió con la elección presidencial. Ya en aquella campaña, importantes dirigentes frentistas ensayaban vueltas retóricas para explicar por qué los dos máximos referentes del centroizquierda no enarbolaron una bandera tan cara a su electorado.
Esa ausencia no oculta la deuda que cabe a Lacalle y a Sanguinetti. El primero solía decir que él estaba dispuesto a apoyar la anulación de la Ley de Caducidad si también caía la amnistía a los tupamaros. Omite el expresidente blanco que algunos de los guerrilleros están desaparecidos, otros padecieron vejámenes en las cárceles durante 12 años, y otros debieron partir al exilio. Sanguinetti, en tanto, recurre hoy a un lenguaje de otras décadas para denunciar que «las fuerzas armadas están en situación de acoso». Quizás el chileno Sebastián Piñera, líder de una coalición con peor prensa que blancos y colorados, tenga algunas lecciones para darles.
La moneda de la búsqueda del consenso, al parecer típica de Uruguay y fuente primordial de la gestión Mujica, según el propio extupamaro, tiene una contracara poco ejemplar. Una decisión entre dirigentes que desatiende principios constitucionales y universales, que omite la opinión de al menos la mitad de la población, que insiste en plebiscitar lo que no corresponde y que, por sobre todo, ignora hasta la eternidad el derecho de las víctimas y de sus familiares, no merece llamarse consenso ni madurez. Seguramente el español guarda otras palabras para definir de qué estamos hablando.

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