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Una democracia atenazada

By
Sebastián Lacunza

Como muchas de las democracias que se recuperan previo pacto con los dictadores, la de Brasil ha sido una vida política atenazada por poderes fácticos. El Partido de los Trabajadores trató y no pudo avanzar en el juzgamiento de los crímenes cometidos durante los 21 años de los militares en el poder. Dilma Rousseff alcanzó a hacer público en 2014 un valioso informe producido por la Comisión de la Verdad, pero Brasil es todavía un país en el que los jefes militares se plantan y amenazan con desparpajo a los gobernantes electos.
En períodos de campaña electoral, Lula da Silva y Rousseff animaron la idea de aprobar una ley de medios con principios anticoncentración, como las sancionadas en Argentina (2009) y en Uruguay (2014). Nunca fue posible. Aún en sus mejores épocas, el PT controló sólo un 20 por ciento de la Cámara de Diputados. En Brasil, hay decenas de canales de TV, radios y diarios en manos de políticos, con derechistas del partido heredero de la dictadura DEM a la cabeza. A la hora de la verdad, los presidentes del PT prefirieron pactar un statu quo con el todopoderoso grupo Globo. Si un congreso del partidario redactaba un documento a favor de la ‘democracia informativa‘, en los medios más importantes llovían calificativos contra los ‘marxistas‘ en el Planalto.
Una parte de los industriales de San Pablo dio vuelta la página hace rato sobre el PT. El objetivo declarado de la cúpula de la Federación de Industrias de San Pablo es un acuerdo de libre comercio con Estados Unidos. Sienten que pueden jugar en primera, aunque no representan a sectores que venden productos con mayor valor agregado (por ejemplo, a la Argentina) y que tienen una posición vulnerable en el mercado interno. Para la FIESP, el Mercosur como unión aduanera es un lastre. El actual canciller y dos veces candidato a presidente José Serra es su principal espada. No ganar elecciones, para Serra, es un detalle solucionable.
Hay más tenazas. Una particularidad de Brasil es el poder de las iglesias evangélicas, que estigmatizan la homosexualidad y cualquier intento de progreso en cuanto a los derechos civiles.
Con todos ellos (facciones nostálgicas de derecha, caudillos locales, la FIESP, Globo, los evangelistas, etcétera) el PT selló ocasionales acuerdos de conveniencia. Real politik, le dicen. La contracara fue que el lulismo produjo una movilidad social extraordinaria, más que nada, a través de una política que incrementó el salario mínimo. No es un detalle menor. Cerca de 100 millones de brasileños, la mitad de la población, viven en hogares con un ingreso principal (jubilados, empleados formales, beneficiarios de planes) vinculado al ingreso mínimo. Con la Bolsa Familia, millones de familias del Nordeste del país se enteraron de que el Estado, además de la policía brava, tenía algo para ofrecer.
Cuatro elementos de la historia reciente resultan incontrastables:
I - Los gobiernos de Lula y Dilma y la dirección de su partido, el PT, estuvieron plagados de casos de corrupción. Cuando el soborno asoma la nariz, no distingue entre el financiamiento de viajes y actos de campaña o el enriquecimiento personal de los intermediarios. Quien encabece un proyecto aunque sea tibiamente redistribucionaista capaz de cosechar tempestades no debe dejar de tenerlo en cuenta.
II - La presidenta depuesta ganó la reelección en 2014 alertando sobre los recortes draconianos a los programas sociales que aplicaría su rival. Iniciado el mandato, Rousseff comenzó a aplicar en buena medida el ajuste que representaba el playboyzinho Aécio Neves.
III - Los dirigentes que lideraron la destitución de la presidenta brasileña sobrellevan un historial de desfalcos en su haber, de nueva y vieja data. A su agobiante falta de legitimidad moral le suman su agobiante falta de legitimidad electoral.
IV - El argumento de las “pedaladas fiscales” por el que fue destituida Dilma Rousseff es un atajo descarado que ninguno de los patéticos discursos de los diputados y senadores opositores pudo siquiera matizar.
Medido contra golpes de Estado con tanques en la calle, arrestos masivos y presidentes democráticos sacados a empujones, en Brasil no se puede hablar en esos términos. Michel Temer accedió al poder siguiendo todos los pasos formales que exige la Constitución para destituir a un presidente. Un detalle. Como un enjuiciamiento por corrupción dejaría a Rousseff mucho mejor parada que al propio Temer o los jefes de las cámaras legislativas, sus acusadores prefirieron inventar una excusa.
Si la cuestión es semántica, hay opciones: neogolpismo, montaje, maniobra parlamentaria, etcétera. En el mismo terreno semántico, ¿quién se anima a decir que en Brasil rige una democracia? Le toca al en todo sentido apocado presidente en ejercicio redistribuir el ingreso a favor de los más ricos ante un escenario internacional (político y económico) con viento en contra. Crece la desocupación y se cancelan programas de viviendas. En el Brasil de Temer se debate si deben prohibirse manifestaciones en contra del presidente. La historia no está concluida.

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