En un esquema que no excluye la compra-venta de voluntades, los parlamentarios pasan a ocupar entonces el papel de superelectores con potestad de prevalecer sobre el resto de los ciudadanos.
Escribe
Sebastián Lacunza
Editor-in-Chief
Michel Temer, Federico Franco y Roberto Micheletti se tentaron con un atajo para ser presidentes. |
Roberto Micheletti era ya un veterano empresario y político
del Partido Liberal de Honduras cuando logró quedar al mando de la Presidencia,
el 28 de junio de 2009. Ni siquiera había podido ganar las primarias de su
partido para elegir candidato presidencial, el año anterior, lo que lo llevó a
tomar un atajo.
Ese domingo de fines de junio de 2009 (día en que De Narváez se impondría sobre Néstor Kirchner en la PBA), el Congreso hondureño
desplazó al presidente Manuel Zelaya, también integrante del Partido Liberal,
pero del ala populista. El motivo esgrimido por el Congreso, que presidía
Micheletti, fue que el mandatario electo pretendía llevar a cabo una consulta
popular para convocar a una Asamblea Constituyente.
El golpe de Micheletti fue acompañado por el asalto de
militares a la residencia de Zelaya, a primera hora del día. Previa escala en
una base militar, lo depositaron en Costa Rica, en pijama.
La Unión de Naciones Sudamericanas (Unasur), la Organización
de Estados Americano (OEA) y las Naciones Unidas le dieron la espalda al
gobierno de facto. También fue el caso del Departamento de Estado bajo Barack
Obama, que llevaba seis meses al mando de la Casa Blanca y había cambiado el
abordaje del republicano George W. Bush — abiertamente gopista — hacia los
gobiernos de izquierda y populistas latinoamericanos.
Honduras entró en un ciclo oscuro de represión y muerte. Con
Zelaya desactivado, otro presidente asumió por voto popular en 2010, al que
reconocieron la OEA y la Casa Blanca.
El exobispo paraguayo Fernando Lugo era el menos populista
de los populistas de izquierda latinoamericanos cuando fue derrocado otro día
día de junio, pero de 2012. La semana anterior se había producido una matanza
en un campo de Curuguaty, con 17 víctimas fatales entre campesinos sin tierra y
policías. El 21 de ese mes, la Cámara de Diputados abrió un proceso de juicio
político. Al día siguiente, con 39 senadores a favor de la destitución, cuatro
en contra y dos ausencias, el padre abandónico — que había terminado con sesenta
años del Partido Colorado en el poder — debió dejar el cargo. Las dos horas que
Lugo tuvo para ejercer su defensa no lograron convencer a la cámara juzgadora.
Asumió entonces el vicepresidente Federico Franco.
Como Micheletti, Franco era un conspicuo miembro del Partido
Liberal (Radical Auténtico). Como a Micheletti, los votos no le habían
alcanzado.
¿Golpe? Aunque menos unánime que en el caso de Honduras, la
respuesta internacional contra el Ejecutivo no electo paraguayo resultó
contundente. Su membresía fue suspendida de los bloques Unasur y Mercosur, pero
voces de la oposición en países de la región se animaron a denunciar injerencia
en asuntos paraguayos. Al entender del Partido Nacional de Uruguay o el PSDB de
Brasil, habían funcionado las instituciones. Cuatro años después del
desplazamiento de Zelaya, se respiraba otro aire.
Como Micheletti y Franco, Michel Temer, el vicepresidente
brasileño, tampoco es un hombre halagado por la voluntad popular. Su nivel de
descrédito es alto incluso entre quienes apoyan el impeachment contra Dilma
Rousseff. Para colmo, la delación premiada lo tiene a maltraer; todos le
apuntan: el dueño de la constructora Engevix, otro de OAS y un senador
arrepentido, repasaba ayer el diario anti-PT Folha de Sao Paulo. Tantos
millones de reales por un lado y por otro, que hasta el gangster mayor, el
presidente de la Cámara de Diputados, Eduardo Cunha, cree que Temer lo primereó
con alguna propina.
El trío Micheletti, Franco y Temer también comparte su sociedad con populistas, a quienes pegaron el sablazo cuando
maduró una situación que ellos promovieron en las sombras. También han sabido contar con el pragmatismo de medios de comunicación antipopulistas que, por un rato,
les otorgaron las necesarias credenciales republicanas y les aceptaron un
discurso sin repreguntas.
Hay quienes señalan distinciones legales entre los procesos
en Honduras, Paraguay y Brasil. ¿Diferencias de forma o de fondo?
En el caso del país centroamericano, fue burdamente fraguada
una renuncia presidencial mientras militares actuaban ametralladora en mano. En
Paraguay, el factor disonante fue el tiempo: el juicio político se resolvió en
24 horas.
Al fin y al cabo, si en Brasil lo que entra en juego es el
cumplimiento de las mayorías políticas necesarias en el Congreso — como
esgrimen quienes avalan la legalidad del proceso en marcha —, los precedentes
regionales no resultan tan distintos. La celeridad paraguaya o los modos
bruscos hondureños son “desprolijidades” secundarias ante la decisión de un
Poder Legislativo que logra las mayorías requeridas por la Constitución para
destituir a un mandatario.
El Congreso brasileño no se estaría ayudando a la hora de elevar su causa. Los diputados y senadores no logran evitar la
sensación de que se está fraguando un pacto de impunidad. Cargos por coimas,
dádivas, acomodos y homicidios — y también pedaladas fiscales, la falta
administrativa que le costaría el puesto a Rousseff — pesan sobre cerca de la
mitad de los 594 miembros del Congreso brasileño; en consecuencia, no era
esperable una mejor retórica que la escuchada en el espectáculo asqueante del
domingo pasado, cuando 367 diputados votaron a favor de la acusación contra
Rousseff.
La puja por la narratividad de la política forma parte de sus esencia y devenir. Por caso, la
dictadura argentina eligió llamarse Proceso de Reorganización Nacional y fue,
sin embargo, mucho más parecida al régimen nazi que a cualquiera de los
ejemplos de Tegucigalpa, Asunción o Brasilia.
En rigor, nada resultaría un golpe si la comparación es con
la Fuerza Aérea Chilena bombardeando el Palacio de la Moneda o con los grupos
de tareas de Massera y Videla saliendo a la caza de miles de disidentes en una
noche de marzo.
Si tal es el parámetro, la ciencia política acaso provea
nuevos términos para definir sistemas democráticos tutelados por fuerzas
tradicionales dispuestas a acabar con mandatos presidenciales electos por voto
popular. En un esquema que no excluye la compra-venta de voluntades, los
parlamentarios pasan a ocupar entonces el papel de superelectores con potestad
de prevalecer sobre el resto de los ciudadanos.
El docente de la Universidad Di Tella Juan Gabriel Tokatlían
definió los casos de Honduras y Paraguay como “neogolpismo”, “liderado por
civiles” y con “apariencia institucional”. Sumó a la lista los casos de Jamil
Mahuad en Ecuador (2000), Hugo Chávez en Venezuela (2002), Jean-Bertrand
Aristide en Haití (2004) y Rafael Correa en Ecuador (2010).
Sometida a una oposición salvaje y a sus propias falencias,
Dilma Rousseff anticipó desde Nueva York que planea requerir que el Mercosur suspenda la
membresía de Brasil si triunfa el impeachment, lo que sería una “ruptura del
proceso democrático”.
Ello supone un dilema para su colega Mauricio Macri. Su
sintonía con el rival derrotado por el Partido de los Trabajadores en 2014 e
impulsor estelar del impeachment, Aécio Neves, es pública.
Pesan sobre el gobierno de Rousseff
cuestionamientos similares que los que caen sobre el de Cristina Fernández de
Kirchner, como la corrupción descontrolada.
El PSDB, el PMDB, el Pro y la UCR (hoy) también adhieren a un credo de libre comercio, sintonía con EE.UU. y la acepción de que el crecimiento derrama sobre toda la población sin tanta tutela estatal. Ambos bloques procuran "liberar a las fuerzas productivas", sin ataduras populistas.
Macri, no obstante, se enfrenta a dos cuestiones pragmáticas a la hora de definir su postura ante la destitución de Rousseff. Si Brasil libera su comercio con EE.UU., como promueve un sector de los industriales de San Pablo, quedaría averiado uno de los pocos grandes destinos al que la Argentina vende productos con valor agregado. En un contexto de reducción de empleo y reprimarización de la economía, no sería la mejor noticia para la paz social durante el gobierno de Cambiemos.
La segunda sombra sobre el impulso de seguir lo que dicta el corazón y la ideología de Macri es de orden político.
El presidente argentino gobierna sin mayoría en el Congreso, donde
habita un nutrido grupo de peronistas y radicales que ayer eran kirchneristas
de la primera hora, hoy son macristas de última hora, y mañana, quién sabe.