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El holandés, según Ivonne Bordelois

Entrevisté para Ámbito Premium a Ivonne Bordelois, en el marco de una serie de notas sobre "el habla de los argentinos". Como no es tan accesible en la web, acá la copio. Y como esto es un blog, una foto informal.

Sebastián Lacunza

Ivonne Bordelois, amante de las palabras, tuvo los diálogos más profundos y reveladores de su vida en una lengua cuyo recuerdo le causa hasta fastidio. En un momento crítico, no se metió en las profundidades de su inconsciente en español, el idioma de su vida; ni en el inglés con el que se había divertido años tomando cervezas con sus amigos negros en un suburbio de Boston; ni en el francés de su infancia, en un campo de la pampa bonaerense. Tampoco en italiano ni en portugués, lenguas casi propias para esta escritora que ha sacudido la conciencia del habla de los argentinos en la última década.

En los comienzos de los ’90, con la jubilación a la vista al cabo de 13 años de dar clases en Utrecht, Holanda, Bordelois se encontró “sin rumbo”, angustiada por un despido de esos de formas brutales. Y cayó en manos de un psiquiatra “excelente” de Amsterdam que, como corresponde, atendía en holandés.

“Es un idioma al que nunca quise ni hablé bien. Todo staccato, todo gutural. ‘Yo’ se dice ‘Ik’, y como el sujeto es obligatorio, llegabas a la noche con un dolor de garganta espantoso”. Exageración entre risas con sabor a vendetta. Abunda Bordelois en el living de su departamento sobre la avenida Callao en más recuerdos traumáticos del holandés y cita a Noam Chomsky: “Un idioma no humano”.

“En holandés, la palabra acariciar es la misma que planchar, strijken”, y en su gesticulación y la intensidad de la risa denota que la distancia con el idioma no se límita a eso. Lógico, tratándose de Bordelois (La palabra amenazada, 2003). “Y sin embargo, las conversaciones más profundas de mi vida las tuve en holandés…”.

El punto de partida de un recorrido asombroso de Bordelois por el mundo sería un campo en Juan Bautista Alberdi, una localidad del noroeste de la provincia de Buenos Aires. Allí nació Ivonne Bordelois en 1934, en un hogar de un padre ingeniero agrónomo, innovador en lo suyo, una madre que empujaba a sus hijos a la poesía, la música “y todo lo demás”, y tres hermanos mayores. “Una infancia campesina” y una escuela pública preperonista, ya “muy democrática, con los hijos del peón, del médico y del almacenero en el aula”.

A sus ocho años, la familia Bordelois se trasladó a Buenos Aires en busca de colegios secundarios para la cría. El Lenguas Vivas sería el encuentro de Ivonne con el antiperonismo de cuna porteña, que padecía en esas aulas “una disciplina medio militar, una cosa horrorosa” impuesta por el gobierno.

Pese a todo, el signo conservador de su clase no sería exactamente el de su familia. La intelectualidad y la liberalidad de sus padres la llevaría a explorar, por ejemplo, la inhóspita Pinamar de entonces, donde conocería a Ludovico Ivanissevich, un notable ingeniero que más tarde sería secretario general de la deslumbrante Universidad de Buenos Aires (UBA) de los años ’60, pre-Onganía.

Pero antes de la Noche de los bastones largos, que la alejaría al menos por casi tres décadas de la UBA, Europa dejaría dos huellas decisivas en la vida de Bordelois.

Primero llegó el “viaje de egresados”, premio de la madre a la egresada de Letras. Europa se rehacía de la II Guerra y a París llegó Bordelois con una amiga. Dos jóvenes al volante que partirían del Louvre, pasarían por la Galleria degli Uffizi, il Grand Canale, El Prado y la rua das Janelas Verdes de Lisboa.

Al año regresó a Buenos Aires otra Ivonne. Un puesto de ayudante de Lingüística en la UBA, una biografía de Ricardo Güiraldes (“un franco-argentino de pura ley”) y, más tarde, una beca para la Sorbonne, ahora sí para estudios más formales.

“Fui a parar a la Cité Universitaire, y después de un tiempo conozco a Alejandra Pizarnik. Me quedé unos tres años, del ’60 al ‘63”, titula Bordelois.

A.P. – Construyó una gran relación con Alejandra. ¿Cómo fue ese encuentro?

I.B. - Mi tía, Lucía Bordelois, era cantante, y estaba en contacto con un grupo de artistas y escritores. Me dice que había una chica argentina muy interesante, “a vos te interesaría conocerla”. Nos encontramos en un restorancito barato sobre el boulevard Saint Michel, y allí se presenta Alejandra de un modo muy linyera, hippy. Se ve que ella pensaba que tanto Lucía como yo éramos de la burguesía y había que chocarnos, así que se dedicó a decir palabrotas y cosas obscenas todo el tiempo (risas).

A.P. - ¿Y cómo les cayó?

I.B. - Yo no me consideraba tan burguesa como ella me veía. Era bastante zarpada, pero me causó gracia esa provocación. Me di cuenta de que a través de toda esa pantomima para chocarnos había un talento muy especial. Alejandra sabía mucho y yo podía aprender mucho de ella. Tenía una visión de la literatura muy distinta de la que uno aprende de la universidad, y una lectura fulminante de los grandes clásicos.

Tanto la UBA como la Sorbonne se aproximaban a sus años de oro, pero “no eran muy removedoras todavía”, aclara Ivonne. “Con Alejandra atravesé un umbral, accedí a un nivel muy revolucionario”. Fue el “desaprender” que sobrevuela todo el tiempo en la autora de El país que nos habla y Correspondencia Pizarnik. La casa de Alejandra en Saint Sulpice fue un bunker que Bordelois alternaba con las aulas de la Sorbonne.

AP - ¿Se superó rápido esa distancia entre “la hippy” y “la burguesa”?

I.B. - Sí, discutíamos mucho pero nos entendíamos muy bien. Era el momento en que ella estaba preparando el El Árbol de Diana. Yo estaba desconcertada pero tampoco era que había perdido por completo mi bagaje ni lo había dejado en territorio muerto. En la Sorbona yo tenía algunos profesores deslumbrantes. Era la época de Merleau Ponty, (Jean-Paul) Sartre, Simone de Beauvoir, de los grandes debates ideológicos.

Fueron tres años intensos en la vida de una joven que se acercaba a sus treinta. Una vida parisina que incluyó alguna visita a Julio Cortazar, o la asistencia a debates en estadios “estilo Luna Park, en los que, por ejemplo, Sartre discutía con Garaudy sobre la dialéctica de la naturaleza y la dialéctica de la historia en (Georg) Hegel”.

A.P. – ¿Cómo se veía desde ese París el mundo de Buenos Aires que había dejado atrás?

I.B. - Un poco provinciano. Pero cuando vuelvo, tengo que decir que en el ‘63 me encontré con una ciudad dada vuelta, con el Escarabajo de oro, el Di Tella. Una riqueza extraordinaria, con mucha complejidad, mucha poesía, diálogo. No tenía mucho que envidiarle a París.

A. P. – ¿Regresó a la UBA?

I.B. – Sí, con el grupo humanista de Ivanissevich en el Rectorado y como ayudante de Lingüística en Filosofía y Letras. La Universidad vivía un gran avance con los rectorados de Romero (José Luis, 55-56), Frondizi (Risieri, 57-62), Olivera (Julio, 62-65) y Fernández Long (Hilario, 65-66). Tenía el gobierno tripartito; cuando viajé me di cuenta de que era excepcional en el mundo. Ahora desgraciadamente se ha perdido un poco, pero los estudiantes podían torcer el nombramiento de un profesor si tenían argumentos. El valor de la figura del estudiante como un dialogante con el profesor, no como un sirviente. Cuando estuve en Estados Unidos me asombraba la obsecuencia de los estudiantes con el profesor. Hacían cualquier cosa con tal de estar en carrera.

Demasiada riqueza para una morsa. “En el 67, (Juan Carlos) Onganía nos echa a todos, y en el ‘68 me anoto en una beca excepcional del Conicet”.

Desmonta entonces Bordelois parte del glamour que significó para una joven porteño-parisina ser una de los 14 estudiantes que ingresó en 1968 a estudiar un doctorado bajo la tutela del lingüista más renombrado en el mundo, Noam Chomsky.

“Tuve mucha suerte. Resulta que los niñitos graduados de las escuelas más sofisticadas eran eximidos de la colimba y de la ida a Vietnam. Pero cuando la cosa se empezó a agravar, los portorriqueños que estaban poniendo el cuerpo armaron un lío extraordinario, y con razón. Entonces el MIT (Massachusetts Institute of Technology, una de las mejores universidades del mundo) tuvo que abrir más cupos para las mujeres, porque no querían malgastar una beca en alguien que al año se tuviera que ir a la guerra. Entonces se hicieron los buenos y dejaron entrar a un 40 por ciento de mujeres. Se presentaron 400 aspirantes y quedamos ocho varoncitos y 6 nenas”.

Ninguna nena. Bordelois ya tenía 34 años, y de hecho, ese fue un factor que casi la deja fuera del MIT. Para darle la admisión le exigieron que no tuviera hijos antes de doctorarse, “cuando lo último que se me hubiera ocurrido era tener un hijo en Estados Unidos”.

“Me benefició también que siempre parecí mucho más joven”. En el escritorio y lugar preferido del departamento que combina mobiliario holandès, porteño y francés, en un edificio de unos 90 años, clásico y moderno, las fotos dominan el ala este. Una de las imágenes muestra a una joven atractiva, sonrisa amplia, mirada elevada, mini cortita. La escritora se levanta y desafía a adivinar la edad de esa muchacha. Parece una veinteañera, y sin embargo, ya iba por los 38, en plena experiencia bostoniana.

Aunque había dejado atrás la UBA de oro, los números del MIT eran contundentes. Unos 200 millones de dólares anuales para una universidad de 7.000 estudiantes. Una cifra entonces equivalente al presupuesto de Paraguay. Un Howard Johnson, de la familia de los moteles, se vanaglorió en el discurso de apertura del año académico de contar con 300 mujeres, y “de que habían sido tan gentiles de incorporar a 20 negros, que en realidad eran hijos de jeques del petróleo”, recuerda, puntillosa, Bordelois.

Vivió por entero la ebullición permanente contra la guerra de Vietnam. “Cuando vi a (Richard) Nixon hablando por TV, con la foto de su familia atrás, anunciando el bombardeo con Napalm de Vietnam, no lo podía creer”. Un Chomsky de trinchera, amigo de cuanta causa de gitanos, mujeres o pacifistas hubiera, era la cabeza del movimiento contra el republicano. “Lo llevaban preso a cada rato. Era un desastre como director de tesis, porque desaparecía todo el tiempo”.

A.P. - ¿Extrañaba Buenos Aires?

I.B. - No había tiempo para extrañar. El vértigo y la violencia dominaban todo. Cambridge es precioso, Boston es una ciudad maravillosa. Como en el MIT son uno nerds espantosos, exactamente como los muestran en la película Red Social, me fui a vivir a un ghetto negro, con gente del sur, de Jamaica. Me alquilé una casita de madera, vieja, e iba a tomar cerveza con mis amigos negros por la tarde.

1975. Termina el doctorado. Mujer adulta, soltera, hispanohablante, lingüista transformacionalista discípula de Chomsky. A elegir el mundo. “Estaba un poco harta de la guerra de Vietnam y tutti fruti, y me fui a dar clases a Utrecht, a media hora de tren de Amsterdam. Me quedé 19 años”.

A.P. - ¿Se adaptó?

I.B. - Me compré una casa muy linda en Amsterdam. Pero Holanda tiene toda esa cuestión calvinista, burocrática... Ser argentina y mujer, y haberle quitado una cátedra a un tipo que nació ahí y esperó toda su vida para tenerla genera problemas. A los 13 años hubo una crisis, y el rector nos echó a todos los profesores extranjeros, de una manera espantosa. Pero me vino bien porque estaba un poco saturada de la universidad. La lingüística oficial se había vuelto el paradigma de Chomsky. Tenía ganas de hacer lo mío, y pude poner un abogado con el que defendí una jubilación.

A,P. - Era joven ¿qué hizo con el tiempo libre?

I.B. - Me quedé en casa, laburé, me puse a trabajar con un grupo de refugiadas. Holanda fue muy generosa. Armamos un grupo de poesía, y nos íbamos por las ciudades holandesas recitando a Violeta Parra, a Alejandra (Pizarnik). Había muchos antiguos exiliados uruguayos, chilenos, argentinos, y gallegos de la época de Franco. Nos reuníamos en bares, clubes. Una cosa preciosa.

No todo estaba tan bien. Es allí cuando aparece el psiquiatra de las conversaciones profundas en holandés. Además de poner el oído, el psiquiatra le encontró un trabajo para sus dos últimos años en Holanda que le fascinaría: ordenar los documentos de los sefaradíes que habían llegado de España y Portugal cuatro siglos antes. Cuando avanzaba el nazismo, los judíos habían logrado mezclar libros y documentos históricos con otros volúmenes de cualquier tipo en la biblioteca municipal de Amsterdam. Había que rastrear obras de Spinoza, actas y ordenanzas de sinagogas escritas en una especie de portuñol del siglo XVI. “Eso me abrió la cabeza”. Una vez más, el castellano la salvaría con el trabajo menos pensado.

Con 60 años, Ivonne Bordelois decidió volver a Buenos Aires. A esa altura, ya una académica jubilada, nacería inesperadamente la escritora que logró interesar a miles en sus preguntas sobre nuestras palabras argentinas.

A.P. - ¿Por qué regresó a Buenos Aires en 1994?

I.B. - Esa resistencia al holandés fue una especie resguardo inconsciente. Yo no podía escribir, no conozco a ningún extranjero que haya escrito en holandés. Quería hacer un camino que no tenía nada que ver con Chomsky. Hice un viaje de ensayo, rodé por peñas y lugares de música, di recitales de poesía. “Esto es lo mío, nunca voy a poder hacer esto en Amsterdam con esta respuesta”, pensé. En Holanda, todo era con seis meses de anticipación, el permiso, el sello... Acá, el primer recital lo organizamos a los tumbos en dos semanas, y fue muchísima gente un día de lluvia por la noche. Me encontré con una diversidad muy grande de grupos que se ocupan de lo que pasa con la palabra. No me había imaginado que había una conciencia tan porosa.

A.P. - ¿Cómo fue su reinserción en la UBA y en la ciudad?

I.B. Noé Jitrik me abrió las puertas del Instituto de Literatura Iberoamericana. Publiqué Un triángulo crucial: Borges, Güiraldes y Lugones (Eudeba) y después saquè la Correspondencia Pizarnik (Seix Barral). Di un par de seminarios en la UBA, reedité la biografía de Güiraldes. Primero buscaba contactarme con gente más joven para ver en qué andaban. Me hice tres o cuatro grandes amigas mucho más jóvenes que yo. Con el tiempo me fui independizando. Quería trabajar más mi propio pensamiento sobre el lenguaje y para eso el encuadre de la UBA no era demasiado conducente.

A.P. – El gran salto que hizo que muchos la conocieran fue con La palabra amenazada.

I.B. – Sí, los momentos de crisis son muy importantes para que la gente recupere la palabra, porque lo que se pone adelante es la capacidad de comunicación, de articulación. Era la época de los clubes de trueque, las asambleas, y eso le dio mucha expansión a mi mensaje. Era muy importante saber que había algo inalienable, que las cosas te las podían quitar pero no la palabra, si vos no lo consentías. La palabra es un bien gratuito que circula, por eso es muy importante que los objetos de consumo no obstaculicen la llegada de la palabra.

A.P - ¿Por qué eligió publicar casi todo en una editorial pequeña como Libros del Zorzal?

I.B. - Prefiero ser bien tratada en una editorial pequeña. Veo que el maltrato en las grandes casas editoriales cunde, por lo que prefiero tener un buen trato, un trato normal. No quiero tener fama ni grandes dineros.

A.P. - A la luz de lo vivido ¿qué es lo que más le gusta de Buenos Aires?

I.B - Cómo se dan las relaciones de amistad. Tengo un grupo muy grande de amigos de todas procedencias, también políticas. La facilidad del contacto humano es una de las grandes cosas de esta ciudad. Me interesa el estado del arte. La música es extraordinaria. Por ejemplo, Juan Falú es un genio, no se encuentra uno igual en el mundo. Hay poetas muy buenos, pocos pero buenos, como Teuco Castilla, y mucho teatro off que vale la pena. En cambio, el rock está en un momento muy declinante, y la TV, desciende.

A.P. - ¿Cuáles son sus planes ahora?

I.B. - En los años que estoy acá, he sacado como diez libros, y muchísimos artículos. He decidido que voy a descansar de verdad. Una de las cosas que voy a hacer es una memoria de mi vida, con la gente que he conocido, tormentas y tempestades que tuve que pasar. Quiero publicar lo que estudié sobre los sefaradíes y ayudar al museo Güiraldes, y también en la colección de Villa Ocampo sobre la correspondencia de Victoria Ocampo.

Ivonne Bordelois ha repasado parte de su vida en una tarde de calor en Buenos Aires. Acompaña hasta la salida. “La pasé bien, estuvo lindo”, y cierra la puerta.

RECUADRO UNO

A.P. – ¿Qué le parecieron las últimas recomendaciones de las academias de la lengua sobre términos como mánayer y sexapil ?.

I.B. - Aaaaahhh bueno, eso es un disparate. ¿Y pirsin? Un mamarracho total, es escandaloso, no se puede creer. ¡Pirsin, ay por favor! A pesar de que España se hace la democrática, como tienen la manija del poder editorial, hacen estas cosas. Al menos se logró que dijeran que no eran normativas generales y que se trataba de sugerencias. Me divierte más cuando, en lugar de decir baby sitter, los españoles dicen canguro, y cosas por el estilo. El inglés, por ejemplo, ha resuelto bien algunas cosas. Como no tenían la ley romana, adoptaron todos los conceptos que tienen que ver con la ley en latín, y los instalaron y modificaron hasta tener un hermoso vocabulario jurídico: law, judge.

A.P. – Hay también algunas cosas caprichosas en el habla de Buenos Aires.

I.B. - Sì, me da la impresiòn de que con respecto a los anglicismos somos peores que en el promedio de Latinoamérica. Cuando voy a ciudades del interior, la gente habla mucho mejor. Hay mucho más interés por el habla y por escuchar. Acá se salta de la trivialidad más espeluznante a términos lacanianos complejos; no hay en el medio una conversación grata, bien amueblada.

A.P. – Usted, sin embargo, rescata en más de un libro aspectos del lenguaje adolescente porteño.

I.B. – Sí, por supuesto. Cuando se les reprocha a los chicos que en los mensajes de texto resumen demasiado, hay que tener en cuenta que han creado sus propias reglas de abreviación para asegurar la velocidad de la comunicación, y este tipo de creatividad no es en sí misma negativa.

RECUADRO DOS_ La palabra polìtica

A.P – Han pasado casi diez años de la crisis. ¿Cómo ve ahora el discurso público?

I.B. - Se ha intensificado el deterioro. Hay una especie de reviente de la palabra política. Con (Carlos) Menem había una farandulización de la cultura terrorífica, espantosa. Con (Fernando) De la rúa había una especie de depresión, de falta de vuelo. (Néstor) Kirchner me impresionó mucho al principio, un torbellino que avanzaba. Después de los tres o cuatro primeros meses se empezaron a ver las grietas.

A.P. - ¿Y Cristina?

I.B. - Me parece curioso. Tiene un discurso extraordinariamente articulado. Su capacidad de hablar sin un guión y su articulación, muy superiores a las de su marido, son razones de su prestigio. Así y todo, siempre me fijo en las palabras que desaparecen. Cuando llegó Kirchner se hablaba mucho de transparencia, y eso ha desaparecido, como las palabras indigencia y transversalidad. Cabría preguntarse por qué.

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