Escribe
Sebastián Lacunza
Editor-in-Chief
@sebalacunza
Si asumimos
que “una palabra mal colocada estropea el más bello pensamiento” (Voltaire), la
realidad política de la Argentina hace años que no brilla por su nivel
intelectual. Acaso un ejemplo oportuno para sintetizar el estado
de la situación sea el titular del bloque de senadores del Frente para la
Victoria, Miguel Ángel Pichetto, en tanto artífice clave en el Congreso con
todos los peronismos durante los últimos veinte años (el conservador popular, el opositor, el de emergencia y
el populista de centroizquierda). Su pieza
oratoria en la noche del miércoles dejó párrafos memorables, tanto por su
diatriba contra los senegaleses (y antes contra chinos, uruguayos y
albaneses), su desprecio por Bolivia, la admisión de que pierde la capacidad
crítica cuando es oficialista y sus cuestionamientos a rivales que, tal como fueron
expresadas, parecieron elogios. Y todo dicho mediante un discurso que deja la
sensación de que las palabras se escapan de su boca y le aputan como lanzas.
Pichetto,
representante de Río Negro, es un
hábil y tenaz negociador de la política, y por ello fue siempre privilegiado
por sus pragmáticos jefes políticos. Pese a sus grises, el senador rionegrino no es ni
de lejos el responsable de la retórica más pobre entre sus pares. Sin ir más
lejos, Carlos Menem, Eduardo Duhalde, Néstor Kirchner y Mauricio Macri no le
hicieron sombra en el plano discursivo a su predecesor Raúl Alfonsín. Cristina
Kirchner, dueña de una palabra mejor articulada que sus colegas más próximos y
su sucesor, terminó entregándose a discursos interminables y presuntuosos (no
casualmente, el rasgo empeoró con el declive de su gobierno).
La
consecuencia más lesiva de la planicie discursiva es que las
palabras se vienen separando crecientemente de los hechos. Así, corruptos
hablan de honestidad, dueños de mentiras dicen defender la verdad, autoritarios
aburren con elogios al “consenso”, odiadores gritan “amor”... Y si hablamos de
campañas políticas, un espacio en el que se instaura el “vale todo” de las
promesas, se niegan aumentos de tarifas y devaluaciones que semanas o meses más
tarde serán draconianos.
Los hechos.
Cristina Kirchner sacó 82,11% de los votos en la provincia norteña de Santiago
del Estero, en 2011. Scioli obtuvo 63,07% el año pasado en ese mismo distrito,
uno de los más pobres del país. Un escenario similar al de Formosa, en el
extremo Norte. Sin embargo, la fe de sus votantes en líderes que perdieron ante
Macri en noviembre no impidió que la totalidad de los senadores de ambas
provincias votaran a favor del acuerdo con los holdouts.
No es tiempo
de lamentos para el kirchnerismo ante la magnitud de una victoria de Macri en
el Senado tan contundente como pocas veces gozaron los anteriores gobiernos. De
principio a fin, las administraciones de Néstor Kirchner y CFK se valieron de
la misma apelación al pragmatismo ("chequera", le llaman los críticos) que el
resultado del Senado permite vislumbrar en Macri. El que a hierro mata, a hierro muere. Haber escuchado a un mismo
dirigente proclamar contra la rapiña de los buitres y reencontrarlo ahora
a favor de la "regreso al mundo" y el beneficio virtuoso de
tomar deuda no hace más que confirmar la íntima conexión entre degradación de
la formas del discurso y el discurso en sí mismo.
De palabras
degradadas también se trata el amargo final de semana para la Casa Rosada. El
macrismo validó durante años la estadística de pobreza de la Universidad
Católica Argentina, mientras el kirchnerismo denunciaba el dato como un dibujo
destinado a enlodar sus logros sociales. Favorecido por el fraude del INDEC, el
debate sobre la pobreza fue banalizado hasta un extremo. Voceros del oficialismo
y la oposición — políticos y mediáticos — hoy cruzan de vereda, una vez que el
estudio de la universidad dirigida por un monseñor entre los más allegados a Jorge Bergoglio arrojó una abrupta alza del nivel de pobreza en el primer trimestre de
Macri, hasta alcanzar un nivel inédito durante el gobierno de
CFK.
Probablemente resulte
insostenible que un tercio de los argentinos vive bajo la línea de pobreza,
como sostiene la UCA, lo que convertiría a la Argentina en uno de los países latinoamericanos que más pobres reconoce (la estadística oficial de Perú marcó 22
por ciento en 2014, por caso). No obstante, el
dato más significativo del índice de la UCA es que el gobierno, que exhibe una
abrumadora vocación para tratar de moldear la percepción social y su imagen en
el exterior, recibió el mayor disgusto de su breve mandato de manos de la
Iglesia Católica. La noción de que hay más pobres traspasa fronteras, rompe la
lógica en la que se siente cómodo un Poder Ejecutivo que repite que su destino es la “pobreza cero”, como un mantra hueco.