El país recordó el pasado lunes el 38º aniversario del golpe que dio inicio a su peor dictadura. No resulta sencillo encontrar un ejercicio similar de memoria colectiva tan persistente y abarcativo (de edades, grupos sociales, regiones) en una sociedad contemporánea que fuera sometida al terrorismo de Estado. Con marchas y contramarchas, la Argentina encontró un camino de memoria y justicia al menos aceptable. La idea de los dos demonios y, más aun, la vocación negacionista parecieron quedar en los márgenes. Sin embargo, aunque un retorno a la impunidad parece improbable, en los últimos años se reinstaló cierta relativización de lo ocurrido con formas algo más sofisticadas que antaño. El barro político y la partidización de organismos de derechos humanos aportan su cuota para que ideas oscuras vuelvan a escena.
Escriben Sebastián Lacunza y Luciana Bertoia
La democracia argentina había llegado a un consenso saludable: el
terrorismo de Estado debe ser juzgado y sus responsables, encarcelados;
las víctimas tienen derecho a la verdad; el régimen militar no es
equiparable a las organizaciones guerrilleras; los indultos, puntos
finales y otras vías reconciliatorias vulneran todo lo anterior.
Claro que consenso está lejos de significar unanimidad. Influyentes sectores, sea por afinidad ideológica o corresponsabilidad, apelaron durante largo tiempo al negacionismo; la teoría de los excesos, perdonables en aras de un bien mayor entonces (combatir al terrorismo) y ahora (dar vuelta la página). A su vez, la magnitud de las atrocidades cometidas, conocida por todos no bien recomenzó la democracia, bloquea el argumento del exceso, por lo que la teoría de los dos demonios se presentó, en algunos casos, como un efectivo barniz de la historia para bregar por la impunidad.
Sin embargo, la noción de demonios es más compleja que la explicación burda de los meros excesos y concita diferentes abordajes. Sostenedores de los demonios en su versión de que se trató de una guerra civil se encuentran también, hace décadas, entre exmiembros de las organizaciones guerrilleras. Aquí nomás, en Uruguay, tal línea es enarbolada por buena parte de su dirigencia política que resiste con tenacidad fallos antiimpunidad de la Corte Interamericana de los Derechos Humanos. Al fallecido montonero y agente polirrubro Rodolfo Galimberti y al extupamaro uruguayo Eleuterio Fernández Huidobro los separó un abismo en cuanto a sus conductas personales, pero los unió la convicción de que no hay cuentas pendientes a reclamar en la Justicia. Para ellos, hubo ganadores y perdedores en el juego de la guerra.
Pero, aún en el campo de los que reclaman justicia, los debates no se agotan: extender o no los juicios a los soportes civiles de la dictadura y a quienes se valieron de la coerción del terrorismo estatal para hacer negocios abre nuevos interrogantes y pone a prueba al sistema judicial argentino.
El lunes, al ser conmemorado el 38 aniversario del último golpe de Estado, un núcleo de organismos de derechos humanos fue por más al poner en el tapete el rol de los medios de comunicación y la Justicia.
"Ya no operan en los cuarteles, ahora lo hacen en las redacciones", leyó en Plaza de Mayo el diputado kirchnerista Horacio Pietragalla, uno de los 110 nietos recuperados por las Abuelas de Plaza de Mayo. Sin duda se encuentra pendiente una autocrítica real del periodismo que sustentó a la dictadura, a la vez que un juzgamiento riguroso de supuestos episodios siniestros como la transferencia de la empresa Papel Prensa a manos de los diarios de mayor difusión. Sin embargo, la frase de Pietragalla expone el riesgo de las comparaciones desatinadas, que banalizan lo ocurrido, lo que no reconoce fronteras en una política en la que asoman casi a diario alusiones absurdas al fascismo, la dictadura y el nazismo. La juventud de la UCR también mostró poco ingenio en un afiche que mereció el rechazo incluso de dirigentes de ese partido.
Ciertamente más relacionada con la oscuridad de aquellos años fue la cita en los tribunales de Bahía Blanca, a mediados de este mes, de Vicente Massot, dueño del diario La Nueva Provincia. El empresario periodístico y habitual negacionista de los crímenes de Massera, Videla y otros fue preguntado por el asesinato de dos trabajadores gráficos en 1976, un hecho histórico que contribuye a reabrir debates.
No obstante, "no hay una estrategia para investigar a los grupos económicos ni a los sectores civiles", le dijo el domingo pasado Jorge Auat, titular de la Procuraduría de Crímenes de Lesa Humanidad, al diario Buenos Aires Herald.
LOS TIEMPOS CAMBIAN
Pese a los debe, el acuerdo por memoria y justicia alcanzado en la Argentina, tras muchas idas y vueltas, parecía bastante aceptable, pero podría no ser tan firme como muchos presumían. En los últimos años resurgieron con cierto éxito intentos de relativización, sobre todo en el plano de la supuesta guerra civil, si es que se busca alguna sofisticación.
Otro factor de primer orden asoma entre los motivos de este cambio de época. Gran parte del movimiento de derechos humanos adhirió al kirchnerismo. La explicación dada por sus dirigentes es que los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner impulsaron una agenda por la que ellos batallaron contra viento y marea desde fines de los setenta. Las familias de las víctimas del terrorismo de Estado están atravesadas por mil experiencias distintas, pero es innegable que la mayoría de las madres, abuelas e hijos de desaparecidos que más se expresan públicamente se transformaron en militantes del actual Gobierno, exponiendo una sensación de unanimidad que, en rigor, no explica fuertes debates siempre vigentes al interior de los organismos. Decidido el paso de ponerle el cuerpo a un Gobierno, ello implica meterse en el barro de la política, máxime si el respaldo partidista se va pareciendo más a un dogma que a una adhesión principista o pragmática.
En 2007, casi todos los candidatos presidenciales, incluidos los tres que congregaron el 85% de los votos (Cristina Kirchner, Elisa Carrió y Roberto Lavagna), abogaron por continuar los juicios por violaciones a los derechos humanos. Los que se animaron a plantear alguna clase de amnistía, enmascarada o explícita, quedaron en los márgenes electorales. Todo un contraste con lo que ocurre en países con culturas afines, como España, Chile, Uruguay, Perú o Brasil, donde los bloques a favor de enterrar la memoria compiten palmo a palmo en cada elección.
El "nunca más" permeó profundamente la conciencia de la sociedad argentina y, tras una extenuante lucha contra la impunidad, enmarcó lo decible en el discurso público. La década pasada sumó una novedad en cuanto a una fuerza de centroderecha no peronista con cierto peso electoral, a diferencia de lo que ocurría en la Ucedé, un partido que reivindicaba en la boca de su fundador y gran parte de su dirigencia la represión cometida por Videla y los suyos. En el PRO no es (tan) así. Miguel Braun, director ejecutivo de la Fundación Pensar (think tank del partido de Mauricio Macri), cuya familia debió exiliarse en 1975 amenazada por la Triple A, manifiesta convicción "intelectual, política y personal" en favor del consenso democrático contra la dictadura. "Desde que estoy en el PRO no me pasó nunca tener una discusión con algún dirigente que expresara una posición distinta", resumió ante Viernes. En rigor, el Gobierno de la Ciudad sumó a algún militante procesista, pero ésa fue la excepción más que la regla.
Cuatro años después de la primera elección que consagró a Cristina Kirchner en la Casa Rosada, en la siguiente campaña presidencial, la casi unanimidad exhibida en 2007 no fue tal. Un candidato presidencial no marginal, Eduardo Duhalde, expuso su esperanza de satisfacer "a los que quieren a Videla y a los que no lo quieren". Otra postulante del mainstream político, Elisa Carrió, citó entonces al uruguayo José Mujica y bregó para que "ningún viejo esté en la cárcel"; es decir, que todos los mayores de 70 años gocen de prisión domiciliaria. A mediados del año pasado, el gobernador de Córdoba, José Manuel de la Sota, desempolvó el archivo y dijo que habría que avanzar hacia la reconciliación con las Fuerzas Armadas, y Ricardo López Murphy, con frecuencia presentado como un liberal en el cabal sentido de la palabra, se esperanzó con que un cambio de Gobierno devolvería a los represores a sus casas.
En plena campaña para las elecciones de medio término, un episodio anecdótico de un hijo de desaparecidos que chapeó su condición de tal en una discusión de tránsito dio lugar al negacionismo explícito. Periodistas, locutores, un cómico y una legión de comentaristas de las redes sociales razonaron que Cabandié (nacido en la ESMA en 1978, apropiado por un represor, nieto recuperado en 2004) no pudo haberse "bancado" la dictadura porque tenía un año cuando aquélla comenzó.
El asociar "bancarse la dictadura" con los años de plomo sin pensar en sus consecuencias, como fue el robo de cerca de 500 bebés (de los que alrededor de 400 aún mantienen las identidades que sus apropiadores les dieron) "es una de las formas que asume la banalización de la memoria", sostiene el sociólogo Daniel Feierstein, director de la Asociación Internacional de Investigadores de Genocidio (IAGS).
"El discurso de (Jorge) Lanata y (Alfredo) Casero me parece más novedoso, más ligado al negacionismo o a la banalización. A diferencia de la teoría de los demonios, no está en juego equiparar responsabilidades, sino negar las consecuencias o minimizar la apropiación y la sustracción de identidad", sostuvo Feierstein ante una consulta de este suplemento.
EL ETERNO RETORNO
El informe Nunca Más fue una base fundante de la actual democracia. En diciembre de 1983, el presidente Raúl Alfonsín encomendó a una comisión de notables la confección de un informe sobre los múltiples crímenes de lesa humanidad cometidos. En nueve meses, la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep) entregó de manos de su presidente, el escritor Ernesto Sabato, el texto que daba cuenta de miles de desapariciones y de cientos de centros clandestinos de detención.
Si el Nunca Más fue un texto fundante para la democracia, también lo fue su prólogo, escrito por Sábato, que delineó la explicación de lo ocurrido, la que sería hegemónica durante años. Para el autor, en el período 1976-1983, un demonio de izquierda había tirado la primera piedra y un demonio de derecha, con el manejo del aparato estatal, había dado una respuesta infinitamente peor. En el medio, una sociedad inmóvil, aterrorizada y ajena de lo que había pasado en los cientos de centros clandestinos diseminados por el país.
En su último libro, Feierstein sostiene que la teoría de los demonios es heredera de la lógica de la guerra enarbolada por los sectores vinculados a los perpetradores de la última dictadura militar y también, como vimos, a algunos grupos de izquierda. De acuerdo con esta lógica, todo se mide en bandos y bajas. No hay un análisis de lo que vino después. En la guerra, hay bandos beligerantes; hay errores, excesos y daños colaterales.
Del texto del exmontonero Héctor Ricardo Leis "Un testamento de los años 70", publicado en 2013, se desprende que, a su juicio, hubo un solo demonio: el terrorismo. Leis, quien se refiere irónicamente a su propia actuación en los setenta como la de un "terrorista de alma bella", arriesga que un terror guerrillero actuó primero y forzó la respuesta legítima del Gobierno, pero que devino en similares métodos (Triple A y dictadura).
El libro de Leis, que niega la noción de terrorismo de Estado y califica como un artificio la idea de que se cometieron los imprescriptibles crímenes de lesa humanidad, cuenta con elogiosos prólogos de la madre de un desaparecido y exministra de Fernando de la Rúa, Graciela Fernández Meijide, y la escritora Beatriz Sarlo, quien se reserva mayor distancia. La primera escribió: "Ante la malversación de la memoria histórica que hoy perpetra el oficialismo, junto con algunos emblemáticos organismos de derechos humanos y exguerrilleros que se cobijan bajo las alas del poder, el autor reflexiona sobre aquello que nos pasó". Sarlo prevé que Leis será atacado por el coraje intelectual y por la reapertura de un debate demasiado cerrado.
El autor, doctor en Ciencias Sociales por la Universidad Católica de Río de Janeiro y docente en varias universidades de la Argentina y Brasil, de alguna manera soñó con reabrir el debate iniciado en diciembre de 2004 por el filósofo Oscar del Barco, que en una carta abierta a la revista La Intemperie criticó al Ejército Guerrillero del Pueblo (EGP) por el fusilamiento de dos militantes que habían querido abandonar la guerrilla internada en el monte salteño (el tema también derivó en la novela histórica Muertos de amor, de Jorge Lanata; un texto que reúne testimonios dispersos que fueron en algunos casos desmentidos o señalados como tergiversados por sus supuestos autores. Para entonces, Del Barco denunció a la guerrilla y a los militares de haber violado el principio de no matar sobre el que se funda toda sociedad, y reclamó el pedido de perdón, apuntando directamente al recientemente fallecido escritor Juan Gelman, padre de un desaparecido y exdirigente montonero.
Leis cifra en 10.000 las víctimas de una guerra civil que enmarca entre 1966 y 1983; pide perdón; denuncia que el uso de la memoria de las víctimas envenena el presente; atribuye la responsabilidad moral de los crímenes a todos y reclama un listado único de víctimas por orden alfabético. En una entrevista publicada meses atrás en el suplemento Enfoques del diario La Nación, recompuso un poco su imagen y dijo que su generación fue "heroica, altruista, voluntarista, ignorante y original"; en cambio La Cámpora, que atrajo a unos cuantos jóvenes en años recientes, es "oportunista, cooptada por los Kirchner; lacayos del poder del Estado".
Con una autocrítica que no lo lleva a incriminarse en tribunales, Leis afirma que todos fuimos víctimas y victimarios. Una confesión con valor personal que podría ser una revelación histórica si los desaparecidos no hubieran sido cerca de 8.000 (según los registros de la Conadep) o 30.000 (cifra denunciada por los organismos de derechos humanos ya en la dictadura); si no hubieran existido maquinarias de la muerte que funcionaron durante años en dependencias estatales como la ESMA; si muchas de las víctimas en manos de personajes como Alfredo Astiz o el Turco Julián no hubieran sido arrancadas de sus casas en plena noche, vendidos sus muebles y apropiados sus hijos; si no se hubiera utilizado el aparato estatal para aterrorizar a toda disidencia, con fines mucho más profundos que combatir una guerrilla.
La visión esclarecedora de la historia vendría a decir que quienes optaron por la lucha armada en los setenta no fueron héroes. Fernández Meijide lo explicitó en el título de su último libro: "Eran humanos, no héroes". Su línea es que hay una idealización promovida por el kirchnerismo de los jóvenes que participaron de la lucha armada.
Es curioso. De los Kirchner se podrá observar que, aún jóvenes, convivieron con un PJ que en 1983 promovió la amnistía aunque ésa no fuera su idea. Una década después le tocó a Carlos Menem firmar los indultos mientras la pareja de Santa Cruz se hacía fuerte en su distrito. El hecho de que no se conocieran oportunamente mayores estridencias contra ese perdón oprobioso de parte de Néstor y Cristina de Kirchner resulta contradictorio con la decidida política contra la impunidad impulsada desde 2003. Pero también es público que, especialmente la actual Presidenta, tuvo una visión crítica y distante de la opción armada de sus compañeros peronistas de izquierda, de manera que el concepto de héroes para el kirchnerismo suena bastante forzado.
Para que la tesis de Leis y Fernández Meijide levante vuelo es necesario afirmar que alguien poderoso promueve la santidad de todos los desaparecidos y los miembros de las organizaciones armadas de los setenta. De lo contrario, el intento pierde sentido. Los años setenta fueron convulsionados en los campos de la política y la lucha armada, con visiones confrontadas, acusaciones y odios por doquier, pero también lo fueron al interior de familias que vivieron un choque generacional, a la vez que la represión masiva terminó generando todo tipo de víctimas.
Sí cabe reconocer que algunos cuadros de las organizaciones armadas (inscriptos en otra versión de la guerra civil), unos cuantos familiares (es interesante, sin embargo, leer los matices profundos expresados por las madres de desaparecidos más allá de la voz representada por Hebe de Bonafini) y algún kirchnerista promueven la visión heroica de los desaparecidos, pero resulta mucho menos comprobable que tal concepción encuentre un asidero decisivo en los organismos de derechos humanos, en el Gobierno y en la sociedad en general.
Ya desde "Recuerdos de la muerte" (1984), el texto de Miguel Bonasso, numerosos ensayos e investigaciones se ocuparon de desbaratar el intento de idealización de los desaparecidos. Desde entonces hasta la película "Infancia clandestina" (2012), del hijo de desaparecidos Benjamín Ávila, sólo alguien muy distraído podría pensar que montoneros, miembros del ERP y demás "fueron héroes, no humanos".
La intención explicitada de la exministra frepasista y de Leis es la sanación de las heridas y no malversar el pasado, y ello redundaría en un punto de encuentro de todas las víctimas: el dolor. Leis lo lleva al plano simbólico al proponer una comunión de ese dolor con un memorial donde figuren los muertos por las organizaciones armadas y los muertos y desaparecidos en manos de los agentes del Estado. Un exmiembro de una organización armada de izquierda y una exintegrante de la Conadep proponen ahora una memoria completa como la reclaman los sectores reivindicatorios de la represión.
El historiador Federico Lorenz entiende que éstas son discusiones difíciles para una sociedad como la argentina que aún tiene las heridas a flor de piel. Estamos todavía en la fase del trauma, le dice a Viernes. No comparte estas propuestas. "Lo que hacen Leis o Fernández Meijide es equiparar desde el dolor, que seguramente sea comparable para los familiares. Pero esas muertes no tienen la misma consecuencia social", remarca.
Para la licenciada en Letras y especialista en Memoria María Sonderéguer, lo que proponen Leis y Fernández Meijide es, sin ambages, una vuelta a la teoría de los demonios. "Se puede discutir que hubo luchas sociales antes del golpe pero después de éste, lo que hubo fue un exterminio por parte del Estado, que es el que detenta el monopolio de la fuerza", resume ante la consulta de Viernes.
Sí cabe afirmar que, durante más de veinte años, la causa de la Justicia unificó consignas entre los familiares de las víctimas y los organismos. Esa uniformidad en torno de un objetivo esencial como el juzgamiento de los perpetradores y conocer la verdad pudo haber contribuido a opacar o postergar diferencias de objetivos, ideologías, etcétera. En la medida en que avanzaron los juicios, con más de 520 condenados y cerca de 1.200 imputados, los matices y contradicciones dentro del movimiento de derechos humanos, razonablemente, se fueron haciendo más visibles y complejos.
Sin embargo, los relieves exhibieron en años recientes una contracara en organizaciones emblemáticas que se cerraron sobre sí mismas, al punto de que la adhesión al Gobierno terminó por conspirar contra los principios y los métodos llevados a cabo durante tres décadas. El caso extremo es el de las dudas en torno del jefe del Ejército, César Milani, un general sobre el que existen acusaciones serias de haber participado en desapariciones, sin certezas todavía. En la Plaza de Mayo del 24 de marzo pasado, los organismos alineados con el gobierno -ante la mirada del secretario de Derechos Humanos, Martín Fresneda- pasaron la pelota a la Justicia en el caso Milani, remarcando que son los jueces quienes deben determinar si cometió delitos de lesa humanidad que le impidan ocupar el cargo que le encomendó la Presidente. Con menos tibieza, la líder de la Asociación Madres de Plaza de Mayo, Hebe de Bonafini, le dedicó meses atrás la tapa de su revista al general y hace unos días invocó la necesidad de un ejército popular, en el que cuenta en sus filas a Milani. En La Rioja, otra madre, Marcela Brizuela de Ledo, tan madre de un desaparecido como Bonafini, reclama memoria, verdad y justicia, y pide al menos cautela en virtud de testimonios y documentos que comprometen al jefe militar. El lunes, las conmemoraciones del golpe en todo el noroeste tuvieron un cariz distinto al de la plaza porteña.
El trajinar de los organismos y la reapertura de los juicios sirvió como catalizador para la emergencia de viejos discursos que se pensaban sepultados. Sonderéguer analiza ante este suplemento que su reaparición no puede pensarse por separado de la actual política de enjuiciamiento, "que está poniendo en el tapete la responsabilidad civil frente al exterminio". También, remarca que los cambios en la forma en que se brinda el testimonio pueden estar influyendo. "Los testigos no son los testigos-víctimas del Juicio a las Juntas; ahora son testigos que son víctimas pero que también ponen en escena que eran y son sujetos políticos con militancias y pertenencias. Esto repone debates que estaban en boga antes del 76", sostiene la investigadora de la Universidad Nacional de Quilmes.
Los debates por los juicios reiniciados en 2006 también se materializaron en editoriales de importantes diarios o en columnas de opinión. Más de una vez en el último mes, La Nación se ha preguntado si en los juicios se preservan las garantías procesales de los imputados. Antes, en numerosas oportunidades, dicho diario proclamó la inocencia de procesados que serían luego condenados a duras penas.
Por su parte, en 2013, Clarín dedicó varias tapas al debate suscitado sobre los asados en la ESMA, actual espacio para la memoria. A su vez, el diario se ha interesado por el traspaso del Banco Nacional de Datos Genéticos (BNDG) a la órbita del Ministerio de Ciencia. Lo cierto es que ambas decisiones generaron algunas reacciones y cierta oposición de parte de activistas históricos de derechos humanos pero también es real que el BNDG, otrora defenestrado por Clarín, fue la arena donde se dirimió el caso por la adopción irregular de los hijos de la dueña del multimedio.
El debate legítimo sobre qué destino darle a un campo de exterminio, que encuentra en veredas distintas incluso a sobrevivientes de la ESMA, parece inagotable y atraviesa a todas las sociedades que vivieron experiencias concentracionarias. Acaso algunos avancen con oportunismo por la avenida que dejan vacante quienes llevaron a cabo una lucha épica, que despertó las conciencias de la sociedad y de los poderes públicos, y que ahora eligen otro camino.
@sebalacunza y @lucianabertoia
Claro que consenso está lejos de significar unanimidad. Influyentes sectores, sea por afinidad ideológica o corresponsabilidad, apelaron durante largo tiempo al negacionismo; la teoría de los excesos, perdonables en aras de un bien mayor entonces (combatir al terrorismo) y ahora (dar vuelta la página). A su vez, la magnitud de las atrocidades cometidas, conocida por todos no bien recomenzó la democracia, bloquea el argumento del exceso, por lo que la teoría de los dos demonios se presentó, en algunos casos, como un efectivo barniz de la historia para bregar por la impunidad.
Sin embargo, la noción de demonios es más compleja que la explicación burda de los meros excesos y concita diferentes abordajes. Sostenedores de los demonios en su versión de que se trató de una guerra civil se encuentran también, hace décadas, entre exmiembros de las organizaciones guerrilleras. Aquí nomás, en Uruguay, tal línea es enarbolada por buena parte de su dirigencia política que resiste con tenacidad fallos antiimpunidad de la Corte Interamericana de los Derechos Humanos. Al fallecido montonero y agente polirrubro Rodolfo Galimberti y al extupamaro uruguayo Eleuterio Fernández Huidobro los separó un abismo en cuanto a sus conductas personales, pero los unió la convicción de que no hay cuentas pendientes a reclamar en la Justicia. Para ellos, hubo ganadores y perdedores en el juego de la guerra.
Pero, aún en el campo de los que reclaman justicia, los debates no se agotan: extender o no los juicios a los soportes civiles de la dictadura y a quienes se valieron de la coerción del terrorismo estatal para hacer negocios abre nuevos interrogantes y pone a prueba al sistema judicial argentino.
El lunes, al ser conmemorado el 38 aniversario del último golpe de Estado, un núcleo de organismos de derechos humanos fue por más al poner en el tapete el rol de los medios de comunicación y la Justicia.
"Ya no operan en los cuarteles, ahora lo hacen en las redacciones", leyó en Plaza de Mayo el diputado kirchnerista Horacio Pietragalla, uno de los 110 nietos recuperados por las Abuelas de Plaza de Mayo. Sin duda se encuentra pendiente una autocrítica real del periodismo que sustentó a la dictadura, a la vez que un juzgamiento riguroso de supuestos episodios siniestros como la transferencia de la empresa Papel Prensa a manos de los diarios de mayor difusión. Sin embargo, la frase de Pietragalla expone el riesgo de las comparaciones desatinadas, que banalizan lo ocurrido, lo que no reconoce fronteras en una política en la que asoman casi a diario alusiones absurdas al fascismo, la dictadura y el nazismo. La juventud de la UCR también mostró poco ingenio en un afiche que mereció el rechazo incluso de dirigentes de ese partido.
Ciertamente más relacionada con la oscuridad de aquellos años fue la cita en los tribunales de Bahía Blanca, a mediados de este mes, de Vicente Massot, dueño del diario La Nueva Provincia. El empresario periodístico y habitual negacionista de los crímenes de Massera, Videla y otros fue preguntado por el asesinato de dos trabajadores gráficos en 1976, un hecho histórico que contribuye a reabrir debates.
No obstante, "no hay una estrategia para investigar a los grupos económicos ni a los sectores civiles", le dijo el domingo pasado Jorge Auat, titular de la Procuraduría de Crímenes de Lesa Humanidad, al diario Buenos Aires Herald.
LOS TIEMPOS CAMBIAN
Pese a los debe, el acuerdo por memoria y justicia alcanzado en la Argentina, tras muchas idas y vueltas, parecía bastante aceptable, pero podría no ser tan firme como muchos presumían. En los últimos años resurgieron con cierto éxito intentos de relativización, sobre todo en el plano de la supuesta guerra civil, si es que se busca alguna sofisticación.
Otro factor de primer orden asoma entre los motivos de este cambio de época. Gran parte del movimiento de derechos humanos adhirió al kirchnerismo. La explicación dada por sus dirigentes es que los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner impulsaron una agenda por la que ellos batallaron contra viento y marea desde fines de los setenta. Las familias de las víctimas del terrorismo de Estado están atravesadas por mil experiencias distintas, pero es innegable que la mayoría de las madres, abuelas e hijos de desaparecidos que más se expresan públicamente se transformaron en militantes del actual Gobierno, exponiendo una sensación de unanimidad que, en rigor, no explica fuertes debates siempre vigentes al interior de los organismos. Decidido el paso de ponerle el cuerpo a un Gobierno, ello implica meterse en el barro de la política, máxime si el respaldo partidista se va pareciendo más a un dogma que a una adhesión principista o pragmática.
En 2007, casi todos los candidatos presidenciales, incluidos los tres que congregaron el 85% de los votos (Cristina Kirchner, Elisa Carrió y Roberto Lavagna), abogaron por continuar los juicios por violaciones a los derechos humanos. Los que se animaron a plantear alguna clase de amnistía, enmascarada o explícita, quedaron en los márgenes electorales. Todo un contraste con lo que ocurre en países con culturas afines, como España, Chile, Uruguay, Perú o Brasil, donde los bloques a favor de enterrar la memoria compiten palmo a palmo en cada elección.
El "nunca más" permeó profundamente la conciencia de la sociedad argentina y, tras una extenuante lucha contra la impunidad, enmarcó lo decible en el discurso público. La década pasada sumó una novedad en cuanto a una fuerza de centroderecha no peronista con cierto peso electoral, a diferencia de lo que ocurría en la Ucedé, un partido que reivindicaba en la boca de su fundador y gran parte de su dirigencia la represión cometida por Videla y los suyos. En el PRO no es (tan) así. Miguel Braun, director ejecutivo de la Fundación Pensar (think tank del partido de Mauricio Macri), cuya familia debió exiliarse en 1975 amenazada por la Triple A, manifiesta convicción "intelectual, política y personal" en favor del consenso democrático contra la dictadura. "Desde que estoy en el PRO no me pasó nunca tener una discusión con algún dirigente que expresara una posición distinta", resumió ante Viernes. En rigor, el Gobierno de la Ciudad sumó a algún militante procesista, pero ésa fue la excepción más que la regla.
Cuatro años después de la primera elección que consagró a Cristina Kirchner en la Casa Rosada, en la siguiente campaña presidencial, la casi unanimidad exhibida en 2007 no fue tal. Un candidato presidencial no marginal, Eduardo Duhalde, expuso su esperanza de satisfacer "a los que quieren a Videla y a los que no lo quieren". Otra postulante del mainstream político, Elisa Carrió, citó entonces al uruguayo José Mujica y bregó para que "ningún viejo esté en la cárcel"; es decir, que todos los mayores de 70 años gocen de prisión domiciliaria. A mediados del año pasado, el gobernador de Córdoba, José Manuel de la Sota, desempolvó el archivo y dijo que habría que avanzar hacia la reconciliación con las Fuerzas Armadas, y Ricardo López Murphy, con frecuencia presentado como un liberal en el cabal sentido de la palabra, se esperanzó con que un cambio de Gobierno devolvería a los represores a sus casas.
En plena campaña para las elecciones de medio término, un episodio anecdótico de un hijo de desaparecidos que chapeó su condición de tal en una discusión de tránsito dio lugar al negacionismo explícito. Periodistas, locutores, un cómico y una legión de comentaristas de las redes sociales razonaron que Cabandié (nacido en la ESMA en 1978, apropiado por un represor, nieto recuperado en 2004) no pudo haberse "bancado" la dictadura porque tenía un año cuando aquélla comenzó.
El asociar "bancarse la dictadura" con los años de plomo sin pensar en sus consecuencias, como fue el robo de cerca de 500 bebés (de los que alrededor de 400 aún mantienen las identidades que sus apropiadores les dieron) "es una de las formas que asume la banalización de la memoria", sostiene el sociólogo Daniel Feierstein, director de la Asociación Internacional de Investigadores de Genocidio (IAGS).
"El discurso de (Jorge) Lanata y (Alfredo) Casero me parece más novedoso, más ligado al negacionismo o a la banalización. A diferencia de la teoría de los demonios, no está en juego equiparar responsabilidades, sino negar las consecuencias o minimizar la apropiación y la sustracción de identidad", sostuvo Feierstein ante una consulta de este suplemento.
EL ETERNO RETORNO
El informe Nunca Más fue una base fundante de la actual democracia. En diciembre de 1983, el presidente Raúl Alfonsín encomendó a una comisión de notables la confección de un informe sobre los múltiples crímenes de lesa humanidad cometidos. En nueve meses, la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep) entregó de manos de su presidente, el escritor Ernesto Sabato, el texto que daba cuenta de miles de desapariciones y de cientos de centros clandestinos de detención.
Si el Nunca Más fue un texto fundante para la democracia, también lo fue su prólogo, escrito por Sábato, que delineó la explicación de lo ocurrido, la que sería hegemónica durante años. Para el autor, en el período 1976-1983, un demonio de izquierda había tirado la primera piedra y un demonio de derecha, con el manejo del aparato estatal, había dado una respuesta infinitamente peor. En el medio, una sociedad inmóvil, aterrorizada y ajena de lo que había pasado en los cientos de centros clandestinos diseminados por el país.
En su último libro, Feierstein sostiene que la teoría de los demonios es heredera de la lógica de la guerra enarbolada por los sectores vinculados a los perpetradores de la última dictadura militar y también, como vimos, a algunos grupos de izquierda. De acuerdo con esta lógica, todo se mide en bandos y bajas. No hay un análisis de lo que vino después. En la guerra, hay bandos beligerantes; hay errores, excesos y daños colaterales.
Del texto del exmontonero Héctor Ricardo Leis "Un testamento de los años 70", publicado en 2013, se desprende que, a su juicio, hubo un solo demonio: el terrorismo. Leis, quien se refiere irónicamente a su propia actuación en los setenta como la de un "terrorista de alma bella", arriesga que un terror guerrillero actuó primero y forzó la respuesta legítima del Gobierno, pero que devino en similares métodos (Triple A y dictadura).
El libro de Leis, que niega la noción de terrorismo de Estado y califica como un artificio la idea de que se cometieron los imprescriptibles crímenes de lesa humanidad, cuenta con elogiosos prólogos de la madre de un desaparecido y exministra de Fernando de la Rúa, Graciela Fernández Meijide, y la escritora Beatriz Sarlo, quien se reserva mayor distancia. La primera escribió: "Ante la malversación de la memoria histórica que hoy perpetra el oficialismo, junto con algunos emblemáticos organismos de derechos humanos y exguerrilleros que se cobijan bajo las alas del poder, el autor reflexiona sobre aquello que nos pasó". Sarlo prevé que Leis será atacado por el coraje intelectual y por la reapertura de un debate demasiado cerrado.
El autor, doctor en Ciencias Sociales por la Universidad Católica de Río de Janeiro y docente en varias universidades de la Argentina y Brasil, de alguna manera soñó con reabrir el debate iniciado en diciembre de 2004 por el filósofo Oscar del Barco, que en una carta abierta a la revista La Intemperie criticó al Ejército Guerrillero del Pueblo (EGP) por el fusilamiento de dos militantes que habían querido abandonar la guerrilla internada en el monte salteño (el tema también derivó en la novela histórica Muertos de amor, de Jorge Lanata; un texto que reúne testimonios dispersos que fueron en algunos casos desmentidos o señalados como tergiversados por sus supuestos autores. Para entonces, Del Barco denunció a la guerrilla y a los militares de haber violado el principio de no matar sobre el que se funda toda sociedad, y reclamó el pedido de perdón, apuntando directamente al recientemente fallecido escritor Juan Gelman, padre de un desaparecido y exdirigente montonero.
Leis cifra en 10.000 las víctimas de una guerra civil que enmarca entre 1966 y 1983; pide perdón; denuncia que el uso de la memoria de las víctimas envenena el presente; atribuye la responsabilidad moral de los crímenes a todos y reclama un listado único de víctimas por orden alfabético. En una entrevista publicada meses atrás en el suplemento Enfoques del diario La Nación, recompuso un poco su imagen y dijo que su generación fue "heroica, altruista, voluntarista, ignorante y original"; en cambio La Cámpora, que atrajo a unos cuantos jóvenes en años recientes, es "oportunista, cooptada por los Kirchner; lacayos del poder del Estado".
Con una autocrítica que no lo lleva a incriminarse en tribunales, Leis afirma que todos fuimos víctimas y victimarios. Una confesión con valor personal que podría ser una revelación histórica si los desaparecidos no hubieran sido cerca de 8.000 (según los registros de la Conadep) o 30.000 (cifra denunciada por los organismos de derechos humanos ya en la dictadura); si no hubieran existido maquinarias de la muerte que funcionaron durante años en dependencias estatales como la ESMA; si muchas de las víctimas en manos de personajes como Alfredo Astiz o el Turco Julián no hubieran sido arrancadas de sus casas en plena noche, vendidos sus muebles y apropiados sus hijos; si no se hubiera utilizado el aparato estatal para aterrorizar a toda disidencia, con fines mucho más profundos que combatir una guerrilla.
La visión esclarecedora de la historia vendría a decir que quienes optaron por la lucha armada en los setenta no fueron héroes. Fernández Meijide lo explicitó en el título de su último libro: "Eran humanos, no héroes". Su línea es que hay una idealización promovida por el kirchnerismo de los jóvenes que participaron de la lucha armada.
Es curioso. De los Kirchner se podrá observar que, aún jóvenes, convivieron con un PJ que en 1983 promovió la amnistía aunque ésa no fuera su idea. Una década después le tocó a Carlos Menem firmar los indultos mientras la pareja de Santa Cruz se hacía fuerte en su distrito. El hecho de que no se conocieran oportunamente mayores estridencias contra ese perdón oprobioso de parte de Néstor y Cristina de Kirchner resulta contradictorio con la decidida política contra la impunidad impulsada desde 2003. Pero también es público que, especialmente la actual Presidenta, tuvo una visión crítica y distante de la opción armada de sus compañeros peronistas de izquierda, de manera que el concepto de héroes para el kirchnerismo suena bastante forzado.
Para que la tesis de Leis y Fernández Meijide levante vuelo es necesario afirmar que alguien poderoso promueve la santidad de todos los desaparecidos y los miembros de las organizaciones armadas de los setenta. De lo contrario, el intento pierde sentido. Los años setenta fueron convulsionados en los campos de la política y la lucha armada, con visiones confrontadas, acusaciones y odios por doquier, pero también lo fueron al interior de familias que vivieron un choque generacional, a la vez que la represión masiva terminó generando todo tipo de víctimas.
Sí cabe reconocer que algunos cuadros de las organizaciones armadas (inscriptos en otra versión de la guerra civil), unos cuantos familiares (es interesante, sin embargo, leer los matices profundos expresados por las madres de desaparecidos más allá de la voz representada por Hebe de Bonafini) y algún kirchnerista promueven la visión heroica de los desaparecidos, pero resulta mucho menos comprobable que tal concepción encuentre un asidero decisivo en los organismos de derechos humanos, en el Gobierno y en la sociedad en general.
Ya desde "Recuerdos de la muerte" (1984), el texto de Miguel Bonasso, numerosos ensayos e investigaciones se ocuparon de desbaratar el intento de idealización de los desaparecidos. Desde entonces hasta la película "Infancia clandestina" (2012), del hijo de desaparecidos Benjamín Ávila, sólo alguien muy distraído podría pensar que montoneros, miembros del ERP y demás "fueron héroes, no humanos".
La intención explicitada de la exministra frepasista y de Leis es la sanación de las heridas y no malversar el pasado, y ello redundaría en un punto de encuentro de todas las víctimas: el dolor. Leis lo lleva al plano simbólico al proponer una comunión de ese dolor con un memorial donde figuren los muertos por las organizaciones armadas y los muertos y desaparecidos en manos de los agentes del Estado. Un exmiembro de una organización armada de izquierda y una exintegrante de la Conadep proponen ahora una memoria completa como la reclaman los sectores reivindicatorios de la represión.
El historiador Federico Lorenz entiende que éstas son discusiones difíciles para una sociedad como la argentina que aún tiene las heridas a flor de piel. Estamos todavía en la fase del trauma, le dice a Viernes. No comparte estas propuestas. "Lo que hacen Leis o Fernández Meijide es equiparar desde el dolor, que seguramente sea comparable para los familiares. Pero esas muertes no tienen la misma consecuencia social", remarca.
Para la licenciada en Letras y especialista en Memoria María Sonderéguer, lo que proponen Leis y Fernández Meijide es, sin ambages, una vuelta a la teoría de los demonios. "Se puede discutir que hubo luchas sociales antes del golpe pero después de éste, lo que hubo fue un exterminio por parte del Estado, que es el que detenta el monopolio de la fuerza", resume ante la consulta de Viernes.
Sí cabe afirmar que, durante más de veinte años, la causa de la Justicia unificó consignas entre los familiares de las víctimas y los organismos. Esa uniformidad en torno de un objetivo esencial como el juzgamiento de los perpetradores y conocer la verdad pudo haber contribuido a opacar o postergar diferencias de objetivos, ideologías, etcétera. En la medida en que avanzaron los juicios, con más de 520 condenados y cerca de 1.200 imputados, los matices y contradicciones dentro del movimiento de derechos humanos, razonablemente, se fueron haciendo más visibles y complejos.
Sin embargo, los relieves exhibieron en años recientes una contracara en organizaciones emblemáticas que se cerraron sobre sí mismas, al punto de que la adhesión al Gobierno terminó por conspirar contra los principios y los métodos llevados a cabo durante tres décadas. El caso extremo es el de las dudas en torno del jefe del Ejército, César Milani, un general sobre el que existen acusaciones serias de haber participado en desapariciones, sin certezas todavía. En la Plaza de Mayo del 24 de marzo pasado, los organismos alineados con el gobierno -ante la mirada del secretario de Derechos Humanos, Martín Fresneda- pasaron la pelota a la Justicia en el caso Milani, remarcando que son los jueces quienes deben determinar si cometió delitos de lesa humanidad que le impidan ocupar el cargo que le encomendó la Presidente. Con menos tibieza, la líder de la Asociación Madres de Plaza de Mayo, Hebe de Bonafini, le dedicó meses atrás la tapa de su revista al general y hace unos días invocó la necesidad de un ejército popular, en el que cuenta en sus filas a Milani. En La Rioja, otra madre, Marcela Brizuela de Ledo, tan madre de un desaparecido como Bonafini, reclama memoria, verdad y justicia, y pide al menos cautela en virtud de testimonios y documentos que comprometen al jefe militar. El lunes, las conmemoraciones del golpe en todo el noroeste tuvieron un cariz distinto al de la plaza porteña.
El trajinar de los organismos y la reapertura de los juicios sirvió como catalizador para la emergencia de viejos discursos que se pensaban sepultados. Sonderéguer analiza ante este suplemento que su reaparición no puede pensarse por separado de la actual política de enjuiciamiento, "que está poniendo en el tapete la responsabilidad civil frente al exterminio". También, remarca que los cambios en la forma en que se brinda el testimonio pueden estar influyendo. "Los testigos no son los testigos-víctimas del Juicio a las Juntas; ahora son testigos que son víctimas pero que también ponen en escena que eran y son sujetos políticos con militancias y pertenencias. Esto repone debates que estaban en boga antes del 76", sostiene la investigadora de la Universidad Nacional de Quilmes.
Los debates por los juicios reiniciados en 2006 también se materializaron en editoriales de importantes diarios o en columnas de opinión. Más de una vez en el último mes, La Nación se ha preguntado si en los juicios se preservan las garantías procesales de los imputados. Antes, en numerosas oportunidades, dicho diario proclamó la inocencia de procesados que serían luego condenados a duras penas.
Por su parte, en 2013, Clarín dedicó varias tapas al debate suscitado sobre los asados en la ESMA, actual espacio para la memoria. A su vez, el diario se ha interesado por el traspaso del Banco Nacional de Datos Genéticos (BNDG) a la órbita del Ministerio de Ciencia. Lo cierto es que ambas decisiones generaron algunas reacciones y cierta oposición de parte de activistas históricos de derechos humanos pero también es real que el BNDG, otrora defenestrado por Clarín, fue la arena donde se dirimió el caso por la adopción irregular de los hijos de la dueña del multimedio.
El debate legítimo sobre qué destino darle a un campo de exterminio, que encuentra en veredas distintas incluso a sobrevivientes de la ESMA, parece inagotable y atraviesa a todas las sociedades que vivieron experiencias concentracionarias. Acaso algunos avancen con oportunismo por la avenida que dejan vacante quienes llevaron a cabo una lucha épica, que despertó las conciencias de la sociedad y de los poderes públicos, y que ahora eligen otro camino.
@sebalacunza y @lucianabertoia