Por Sebastián Lacunza
Cantos de sirenas invitan en estos días a las tropas de Estados Unidos a desembarcar en Libia. En Washington o en Bengasi, con supuestas buenas intenciones, citan el objetivo de fondo de acelerar la caída del dictador.
Algo de esta idea remite a otras gestas «democratizadoras» recientes, que resultaron catastróficas en pérdida de vidas humanas, equilibrio geopolítico y racionalidad económica.
El mundo ha sabido de intervenciones de Estados Unidos para todos los gustos. Las hubo planificadas paso a paso para influir en el destino político de un país (Nixon-Kissinger contra Allende en Chile). Otras fueron menos sutiles, alimentando sin disimulo conflictos internos (Ronald Reagan en Nicaragua), o bajo el paraguas de la OTAN (Bill Clinton en Kosovo), o monumentales en extensión, costos y engaño (George W. Bush en Irak).
De estas y muchas otras experiencias queda la lección de que la irrupción externa, en especial de Estados Unidos, actúa como mancha venenosa a la hora de reconfigurar los equilibrios internos en el país «intervenido».
Con frecuencia, EE.UU. actuó con nula prudencia a la hora de presentar sus apuestas en terceros países. En Irak, por caso, intentó durante buen tiempo hacer elegible al oscuro megalobista Ahmed Chalabi, con nulo prestigio entre los chiitas y sunitas. Su hombre en Afganistán, Hamid Karzai, no gana en precarios ensayos electorales, aun siendo dueño de la pelota, si no es con fraude.
El ascenso de Barack Obama a la Casa Blanca en 2008 supuso que una sociedad y parte de su dirigencia habían comprendido que apelar a aquellos modos, a semejantes virreyes y a tales aliados era, por sobre todo, poco inteligente a la hora de entusiasmar a alguien con las bondades de la democracia. Obama fue, como mensaje político, una lectura sensata de los resultados.
No bien asumió, el presidente demócrata prometió a los musulmanes «un nuevo comienzo». Podrá decirse que el limbo de Afganistán fue heredado. En este caso, Obama está ante la oportunidad de no caer en la tentación, porque una irrupción directa en Libia, bajo el formato que sea, que vaya más allá de la muñeca demostrada con los militares egipcios, podría herir de muerte la revolución democrática que está teniendo lugar en el mundo musulmán.
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