Se conoció la sentencia de la megacausa “Esma III”, el
juicio oral más grande la historia argentina. Hubo 29 perpetuas, condenas de
entre 8 y 25 años y 6 acusados fueron absueltos. Las esposas, hijas y hermanas
de los imputados escucharon en la sala las cuatro horas de lectura del
veredicto. Lloraron, sonrieron, cantaron la marcha de la Marina. Cada una
reaccionó según el tipo de condena. ¿Será esa graduación otra evidencia de que
los juicios son correctos, con testigos, pruebas y apego a la Ley?, se pregunta
Sebastián Lacunza, que siguió la lectura del fallo sentado a metros de la
hermana de Astiz.
Escribe
Sebastián Lacunza
@sebalacunza
La absolución de Ricardo Lynch Jones insume sólo 24 segundos
de la tarde del miércoles 29 de noviembre. Apenas un instante de las casi
cuatro horas de lectura de sentencias en la megacausa ESMA, a cargo del
Tribunal Oral Federal 5 de Capital Federal. Sentada en las gradas superiores
del auditorium de los tribunales de Comodoro Py, una mujer toma la mano de la
esposa de Lynch Jones. La declaración de inocencia de este capitán de fragata,
detenido desde 2008, a quien sobrevivientes y otros documentos habían sindicado
como integrante del Grupo de Tareas 3.3.2 bajo el seudónimo de “Panceta”, es
fulminante. Antes de su absolución, los jueces Adriana Pallioti y Daniel
Obligado habían leído condenas a 29 imputados, la mayoría a perpetua, y una
exculpación, la de Juan Alemann. La acompañante mira a los ojos a la esposa de
Lynch y repite lentamente las palabras del juez, con suaves movimientos de
labios, sin pronunciar sonido, como quien quiere saber si no está soñando.
“Absolver libremente a Ricardo Lynch Jones…”. Avanza la condena a 24 años para
el siguiente de la lista, por orden alfabético: el obstetra de partos
clandestinos Jorge Luis Magnacco. Cae la ficha. Las dos mujeres se abrazan en
silencio.
Una fila más arriba, la hija del marino absuelto no se
contiene. Llora, cruza miradas, estira el brazo para tocar a su madre. Llora.
Alcanza a decir que su padre, de 81 años, es inocente, que durante la dictadura
cursaba en la Escuela de Guerra Naval, que “siempre agregan algo”, y que quien
sí participó de la represión atroz de la dictadura fue su tío, hermano del
imputado, Gustavo Alberto Lynch Jones, y ello —dice— llevó a la confusión de
los sobrevivientes. Este miércoles de noviembre, su padre dormirá junto a su
madre pero en libertad, ya no en situación de prisión domiciliaria.
En este superpullman de la amplia sala de Comodoro Py, por
momentos cuesta entender qué pasa, a quién absolvieron, si realmente fue
exculpado, o a quién condenaron, y a cuánto. Lo mismo ocurre abajo, en el lugar
reservado a familiares de las víctimas, donde se congregaron la mayoría de los
periodistas y apellidos emblemáticos de la lucha por Memoria, Verdad y
Justicia, como Hagelin, Mignone, Zamora, Lewin, Carlotto, Jarach, Tarnopolsky,
Rafecas, Córdoba, Llonto, Lepíscopo, Furman, Brodsky y Ferrari, entre muchos
otros.
Cada condena lleva su tiempo. Cuando toca un peso pesado
como el Jorge “El Tigre” Acosta, Alfredo Astiz o Ricardo Cavallo (“Sérpico”),
la enumeración de decenas de tipos delictivos (tormentos, privación ilegítima
de la libertad, homicidio, sustracción u ocultación de identidad, cada uno con
sus variantes) contra centenares de víctimas requiere no menos de diez minutos.
Antes de Lynch Jones le tocó el turno a dos González,
Alberto E. y Orlando, dos joyitas que juntas se llevaron unos 25 minutos de
lectura.
A esta altura de la tarde, Lucrecia Astiz ya se anotició de
la tercera sentencia a prisión perpetua contra Alfredo. Como su hermano, de
quien la separa una mampara de acrílico y diez metros hacia abajo, la sentencia
no altera en absoluto su impronta.
Sentada a un metro de la esposa de Lynch Jones, Lucrecia
pregunta qué ocurrió. “Lo absolvieron, es Lynch Jones”. La hermana de alias
“Gustavo Niño”, el Ángel Rubio, el Ángel de la Muerte, apenas desliza una
mueca. Se lee el abismo entre ambas. Si hay absueltos y grados de condena, no
todos son Astiz. ¿Será otra evidencia de que los juicios son correctos, con
testigos, pruebas y apego a la Ley? “Usan a los más conocidos como emblema; con
nosotros no hay Justicia, es una farsa”.
A la misma hora, Valeria Foglia, responsable de prensa del
PTS, tuitea: “Astiz, que era un jovencito cuando ejecutó el plan sistemático
del genocidio, va a morir en el inodoro de una cárcel común, como Videla.
#SentenciaESMA”.
***
La tribuna que balconea al tribunal está ocupada casi
íntegramente por familiares de imputados o condenados.
Surge un dato a la vista. Los procesos contra represores, al
menos de la Armada, rompen la lógica del sistema penal argentino que consiste
en llenar las cárceles de pobres. Las familias aquí presentes toman más la
línea D que la E, o bien van al banco en Avenida Santa Fe, o pueden oír misa en
la Redonda de Belgrano, o disfrutan del Círculo Naval de Olivos; quizás
aprovechan los descuentos del Club de Lectores de La Nación, y cuando pueden,
compran dólares. Es probable que 678 haya pasado hasta el hartazgo el
testimonio de alguno de ellos participando en un cacerolazo republicano.
Desde Holanda llegaron hijos y esposa de Julio Alberto Poch,
un aviador acusado de pilotear Vuelos de la Muerte que resultaría uno de los
seis absueltos en la megacausa que tuvo a 54 imputados por delitos contra 789
víctimas. Abogados de la ONG por la Desmemoria, la Mentira y la Impunidad toman
nota circunspectos; hijos y esposas de acusados permanecen reconcentrados;
mientras unos pocos rostros falcon verde reloaded monitorean el área. Cronistas
holandeses (algunos no hablan castellano) apenas dan crédito a sus ojos. Un
periodista de La Nación y otro de Izquierda Diario (porta un tatuaje disociante
del ser nacional) llevan el registro de absueltos y condenados. Varios policías
jóvenes miran tensos, como si quisieran saber de qué se trata.
Pero un grupo se destaca en el centro de la escena. Son
diez; entre ellas, Cecilia Pando, Lucrecia Astiz, Graciela Donda, Ana Maggi de
Barreiro (esposa de “el Nabo” de La Perla), María Elena y Eneida de Oliveira.
Cuando entran los imputados, cantan el himno, y cuando terminan las condenas,
saltan de sus butacas para entonar la Marcha de la Marina, que dice: Valiente
muchachada de la Armada/ que lejos de amor y hogar/ guardan la extensión del
patrio mar/ La furia de los vientos desatada/ no doblegará jamás su corazón.
El Grupo Pando protesta, aplaude, hace bromas, exclama
cuando los jueces mencionan al Partido Comunista, al CELS o a Miriam Lewin.
Algunas, como Donda, Astiz o la hermana de Ricardo Cavallo, escuchan las
condenas para sus seres queridos sin que les mueva la hoja de ruta, pero otras
están allí por solidaridad, ya que sus maridos eran del Ejército y afrontan
otros procesos.
Alternan amabilidad y bullying con la prensa. “Mirá éste, se
parece a Lagomarsino. ¡Está Lagomarsino, ja, ja, ja!”, lanza una de ellas
imaginando un parecido de un cronista para contagiar con su risa a sus
compañeras. Lucrecia Astiz no decae y hasta opaca a Pando. Grita cuando hay que
gritar, sonríe casi siempre.
“Sólo en este país te
condenan tres veces por lo mismo, esto es una República”, ironiza la hermana de
Astiz. “¿Cómo van a llamar ‘perseguidos políticos’ a los terroristas?”, se
indigna.
Más sosegada, María Elena, que se reserva el apellido y
afirma que su esposo, miembro del Ejército, “está por ser condenado en otra
causa”, argumenta: “Si a los terroristas que mataron en Charlie Hebdó (París,
enero de 2016) les vienen a preguntar por sus derechos humanos y condenan a
aquéllos que defendieron a la gente y mataron a los terroristas, no es lógico.
Acá hubo una guerra declamada por terroristas que tomaron las armas para
imponer la patria socialista; corresponde un tribunal militar”.
Otra integrante del Grupo Pando está obsesionada con la
Resistencia Ancestral Mapuche (RAM), como si hubiera asumido como propio el
mensaje del Ministerio de Seguridad y sus filiales de la tele. Entonces, cuando
está por terminar la audiencia, se vuelca contra el vidrio y apunta a uno de
los querellantes, a quien define como “terrorista”. “Luis, Luis, ¿sos del RAM
ahora? ¿Sos del RAM?”.
***
La lectura de la sentencia lleva tres horas. Con la
absolución de Rubén Ricardo Ormello se repite la emoción de familiares, en este
caso, dos mujeres de mediana edad que parecen hermanas. La reacción de los
hijos de Poch resultó más festiva y, a la vez, más fría. No así la de su
hermana, que vive en Buenos Aires. Tras ellos, se van los periodistas
holandeses.
Comienza a oscurecer y el altillo se va despoblando. Domina
el frío de un aire acondicionado fuera de sí. Eneida y otra compañera del Grupo
Pando se apiadan de un periodista que tiene frío y no tiene abrigo, que les
devuelve la sonrisa.
Se acerca el final de uno de los juicios por crímenes de
lesa humanidad más importantes de la Historia. En la última fila del
superpullman ahora hay una mujer de aspecto severo junto a una joven que debe
ser su hija y no supera los 30 años. La dureza de la mayor y la angustia de la
menor impiden preguntarles de quiénes son familiares. El tribunal comienza a
leer los diez minutos de sentencia a prisión perpetua del capitán Carlos
Guillermo Suárez Mason. Sus manos se entrelazan y se ponen tiesas. La menor
reza. Si son quienes parecen ser, se trata de la nuera y la nieta de uno de los
mayores criminales de la dictadura, el general de división Carlos Guillermo
Suárez Mason, extitular del Primer Cuerpo del Ejército, fallecido en 2005, que
legó a su hijo la vocación militar pero en la Armada. Si en efecto son quienes
parecen ser, aquí están la esposa y la hija de un integrante de un grupo de
tareas de la ESMA a quien el miércoles condenaron por 12 privaciones ilegítimas
de la libertad doblemente agravadas, 132 privaciones ilegítimas de la libertad
triplemente agravadas, 148 imposiciones de tormentos agravados, 1 tormento
agravado seguido de muerte, 6 sustracciones de identidad de menores, 4
homicidios agravados, etcétera.
Quizás no son familiares de Suárez Mason sino de Gonzalo
Torres de Tolosa, el siguiente en ser condenado a perpetua, un exfuncionario
judicial amigo del “Tigre” Acosta, con quien fraguó suplantaciones de identidad
de hijos de desaparecidos, entre otros crímenes.
Salgo de la sala para hablar con Marcelo Zlotogwiazda por
Radio 10. Me acerco a un ventanal. La joven que rezaba viene detrás de mí y se
sienta sobre un escalón. Llora desconsoladamente. Llama a alguien por teléfono
pero apenas puede hilvanar palabras. Está sola. Su madre deja la audiencia
minutos después y parte en dirección opuesta. “Está acá”, le aviso. Cabría
pedirle que abrace a su hija. También me pregunto por qué llora.