De la mano de Baltasar Garzón y un acuerdo entre los entonces oficialista PP y opositor PSOE, la Justicia y la política españolas actuaron como una pinza en 2002 para sacar de la cancha a Batasuna, el partido independentista radical vasco que caía en la aberración de justificar los atentados terroristas de ETA.
Había un amplio margen en España para proscribir a un espacio político que había oscilado, desde el retorno de la democracia, entre el 10% y el 20% de los votos. Salvo el democratacristiano Partido Nacionalista Vasco (PNV) y otras formaciones menores, nadie protestó demasiado por aquella inhabilitación que se cristalizó en 2003. Más aún, el PNV cosechó en las elecciones siguientes algunos apoyos que antes se dirigían al mundo «abertzale». Su salida fue, en algún punto, funcional.
La cuerda se había tensado hasta un máximo. La política en el País Vasco convivía con inadmisibles vueltas retóricas para justificar disparos en la nuca a víctimas indefensas y poco significativas desde el plano político, homenajes a terroristas como si fueran héroes de la independencia, o límites financieros borroneados -según la Justicia- entre ONG, sindicatos, partidos y Euskadi Ta Askatasuna (ETA), la organización que mató a más de 800 personas en cuatro décadas.
Ante la decisión judicial, el mundo «abertzale» reeditó la práctica de reemplazar al partido proscripto por otro sello. Surgieron o reflotaron, entre varios, el Partido Comunista de las Tierras Vascas, la Alianza Nacionalista Vasca y Sozialista Abertzaleak. Cuando no hubo alternativa, se apeló al voto «nulo». El espacio electoral demostró estar vivo en cada oportunidad que tuvo, pero la Justicia fue afinando el lápiz, y uno a uno fueron cayendo más representantes sociales, políticos y sindicales, acusados de actuar veladamente a favor del terrorismo. El margen de la proscripción se fue estirando.
Arribó así la elección del lehendakari (gobernador vasco) de 2009, con una polarización -inusual para los términos locales- entre el Partido Socialista Obrero Español y el PNV. Gracias, en parte, a la ausencia parlamentaria de los independentistas, socialistas y el Partido Popular sellaron una inédita alianza, y fue consagrado lehendakari Patxi López, poniendo fin a casi tres décadas de dominio nacionalista.
La Ley de Partidos Políticos sancionada en 2002 exige la condena explícita al terrorismo. Los independentistas radicales se dejaron de vueltas y este año tomaron precauciones al crear el sello Sortu. Armaron listas sin candidatos con militancia en ETA; redactaron un estatuto que condenaba explícitamente la violencia, y sus dirigentes reclamaron a la organización armada que se desactive.
Al tiempo que se exigía a los nuevos dirigentes independentistas que condenaran los atentados de décadas pasadas, el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero dijo haber hallado evidencia policial del vínculo de Sortu con Batasuna y ETA. La Justicia dio la razón al Ejecutivo y Sortu fue inhabilitado. El mismo camino estuvo a punto de correr Bildu, alianza encabezada por el partido socialdemócrata Eusko Alkartasuna, sobre el que nadie había cuestionado pergaminos democráticos hasta ahora.
Hay quienes sostienen que este acecho «hiere el corazón de la democracia española», como Antón Losada, docente de Ciencias Políticas de la Universidad de Santiago de Compostela. Consultado por este diario, Losada alertó, antes de la decisión sobre Bildu, que la proscripción «se está estirando hasta límites difícilmente soportables».
El experto en legislación electoral Pabo Manili, docente de Derecho Constitucional de la Universidad de Buenos Aires, admite ante Ámbito Financiero que «la línea es muy delgada entre impedir que se haga apología del delito y caer en un control ideológico sobre los partidos políticos. El control tiene que ser mínimo en la parte ideológica y focalizar en la fiscalización extrínseca» (formal).
En general, «el sistema democrático es tan democrático que tolera partidos que cuestionan sus propias reglas, aunque también debe autoprotegerse». Reconoce Manili que «el derecho constitucional contiene muchas tensiones», que a su vez se resignifican con el paso del tiempo. Sin pronunciarse sobre el fondo del caso español, el docente explica que «pedir definiciones sobre hechos pasados, si hay un compromiso de respeto de las reglas en el presente, puede ser riesgoso»
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