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El corto vuelo del relato honestista

By
Sebastián Lacunza
Buenos Aires Herald


Antes de que Mauricio Macri expusiera tan sólo la intención de postularse a la Presidencia, su figura ya era conocida para los argentinos. Primero, como joven ejecutivo y socio de las empresas de su padre, Franco Macri, que había forjado su fortuna con negocios con el Estado desde la última dictadura en adelante; más tarde como presidente de Boca Juniors; y por último, ya en el plano político, como diputado nacional y jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires.
La emergencia del hoy presidente a la luz pública se produjo a comienzos de los 90. Fue presentado como una cara joven del gran empresariado nacional, que por entonces demostraba entusiasmo con la presidencia del conservador peronista Carlos Menem. No en vano Sociedades Macri había logrado su parte en las privatizaciones y concesiones de servicios públicos.
El papel empresarial le trajo al hoy Presidente algún trago amargo, como el procesamiento por contrabando de autos a través de Uruguay dispuesto en 2001, que fue desestimado en última instancia por la Corte Suprema aliada de Menem. El rostro de Mauricio Macri en la negociación para la construcción de cloacas con un intendente peronista corrupto del partido de Morón (Gran Buenos Aires) había dejado otra huella indeleble del joven ejecutivo.
Las facetas más políticas (y más exitosas) de Macri — como presidente de Boca y jefe de Gobierno — también dejaron nubarrones acerca de la pulcritud del fundador del Pro. Sospechosos esquemas de comercialización de jugadores del club más popular de Argentina, continuidad de contratos abusivos con recolectores de basura y grúas de control de tránsito, y un sistema de espionaje ilegal montado por la Policía Metropolitana pintaron algunos ejes de la administración Macri.

El kirchnerismo se rinde

Hacia fines de la década pasada, cuando la postulación del fundador del PRO a la Presidencia comenzó a tomar forma, el entonces gobernante kirchnerismo ya se había olvidado de las proclamas anticorrupción. Su expandido entorno intelectual se ocupó de apagar alertas bajo el argumento de que la lucha épica contra las corporaciones no permitía detenerse en las minucias de los retornos del 10 por ciento.
Tras la mayor debacle socioeconómica de la historia, la promesa de un gobierno honesto sobrevoló todo el discurso de asunción de Néstor Kirchner, el 25 de mayo de 2003. Sus palabras ante la Asamblea Legislativa: “Cambio responsable, calidad institucional, fortalecimiento del rol de las instituciones con apego a la Constitución y a la ley, y fuerte lucha contra la impunidad y la corrupción deben presidir no sólo los actos del gobierno que comenzaremos sino toda la vida institucional y social de la República”.
Como señala la lingüista Ivonne Bordelois, “la lucha contra la corrupción” fue desapareciendo del discurso oficial kirchnerista. En el transcurso de unos pocos años, los casos de no tan aparentes desfalco al Estado, negociación espuria de contratos y conflictos de interés se tornaron abrumadores. Tuvieron como protagonistas tanto a viejos amigos de Santa Cruz como a personajes subidos al carro de la victoria.
Mientras, con sus idas y vueltas, los padres de la patria contratista — como Franco Macri, sus hijos y sobrinos — se las ingeniaron para seguir haciendo suculentos negocios, bajo la premisa “los gobiernos pasan, los contratos quedan”.

Indultar el pasado

La candidatura presidencial de Mauricio Macri fue tomando cada vez más vuelo. Era hora de indultar el pasado. Dirigentes como Elisa Carrió y figuras de la Unión Cívica Radical, que unos años antes habían tachado a Macri como un representante de “la derecha corrupta”, golpearon la puerta del Pro para conformar una alianza. La prensa antikirchnerista no estaba dispuesta a soportar más dilaciones para encontrar alternativas y eligió ponerle candado a la propia hemeroteca. Unos y otros comenzaron a dibujar un nuevo Mauricio Macri: “republicano”, “honesto”, dispuesto a “traicionar a su clase”.
Así llegaron las elecciones presidenciales de 2015. El candidato oficialista, Daniel Scioli, demostró nula voluntad (y capacidad retórica) para hacer de la corrupción un eje de campaña (tenía sus motivos para semejante discreción), mientras el recuerdo de los kirchneristas más combativos sobre el pasado de Macri se transformó en pólvora mojada para, al menos, la mitad de electorado.
A la debilidad del candidato oficialista en el plano de la corrupción se sumó la habilidad de los estrategas de campaña de Macri para licuar los pecados en un mar de globos, posverdades y escenas montadas para Facebook.
Por defectos ajenos y méritos propios, Macri logró efectividad para capturar el voto “honestista”, aquél de pretendida vaguedad ideológica que proclama que el problema de la Argentina es el combate entre honestos y corruptos. La Zoncera Mayor de que un millonario no necesita llegar al gobierno para seguir haciendo negocios logró perforar algunas mentes.
Diciembre de 2015. Más allá de Macri, el cúmulo de CEO y dueños de empresas que accedieron a despachos oficiales se transformó en una crónica anunciada de conflictos de interés. El oficialismo (político y mediático) eligió taparse los ojos y construir un relato sobre las “capacidades técnicas” de quienes habían hecho negocios (algunos más que dudosos) en el ámbito privado. Fue cuestión de semanas para que surgieran indicios inquietantes de especuladores financieros que sacarían provecho de la devaluación instrumentada por ellos mismos, o exejecutivos de empresas energéticas que ensayarían aumentos tarifarios de mil por ciento, o negociadores que semanas antes de sentarse a una mesa con los buitres en nombre del gobierno argentino estaban ofreciendo bonos al Estado.

Todo clarísimo

Hacia abril de 2015, nadie pudo haberse sorprendido demasiado cuando los Panamá Papers expusieron que toda la familia Macri, sus allegados y testaferros, y buena parte del elenco gubernamental tenían cuentas y empresas en paraísos fiscales. “Pobre Presidente, su oscuro padre lo anotó en una sociedad sin consultarlo”, ensayó el relato oficialista.
Semanas más tarde llegaría el megacontrato financiado por el Estado para el soterramiento del ferrocarril Sarmiento que llevaría a cabo el primo y socio Ángelo Calcaterra junto a Odebrecht, ejecutora del Plan Cóndor de la corrupción en América Latina. “¡Pobre primo!; ¿qué quieren, que deje de trabajar?”.
Y tras cartón, los hermanos Mariano y Gianfranco intentando borrar las huellas de su cuenta secreta en Alemania (otra vez una revelación internacional). Tampoco dejaría en paz a Mauricio Macri el íntimo amigo, inquilino y jefe de los espías, el turbio Gustavo Arribas. Esta vez, un arrepentido brasileño del esquema Lava Jato lo señaló como receptor de una coima por 594.000 dólares. “Vendió un departamento en San Pablo, no entiendo cuál es la relación con Odebrecht”, ensayó, esta vez sí, el propio Presidente. El mantra duranbarbista, beneficiado por la escasez de repreguntas, pasó a ser “está todo clarísimo”.
Asistimos la última semana a argumentos patéticos para explicar la multimillonaria condonación de una deuda que el Estado conducido por Mauricio Macri concedió en silencio a una de las empresas de la familia Macri. Insultantes interpretaciones sobre la ley que quiebras (los intereses se suspenden para siempre) que, de ser ciertas, desbaratarían por completo el funcionamiento de la economía. Tocó en suerte que una de las voces cantantes de los argumentos de los Macri fuera uno de los ministros menos aptos, Oscar Aguad, pero ni siquiera los más hábiles de la Casa Rosada lograron salir de la indeseable posición en la que no estaba claro a qué Macri defendían, si al deudor o al acreedor.
Los portadores del relato macrista lo probaron todo: ensuciar a la fiscal que se opuso al acuerdo, omitir el tema, denunciar un pacto CFK-Franco Macri, trasladar la responsabilidad a segundas líneas...
Las cartas están echadas. La diputada Margarita Stolbizer (Progresista) y otros opositores “razonables”, que acompañaron las principales medidas del gobierno, ensayaron la teoría de la decepción: Macri “aprendió” del gobierno anterior y no corona su promesa de transparencia, que tanta expectativa había creado entre los argentinos.
Los expedientes judiciales sobre casos de corrupción kirchnerista (algunos serios y otros inventados) seguirán aportando titulares, pero acaso estemos en un punto de inflexión. Las imágenes de los kirchneristas José López y Lázaro Báez esposados tuvieron una contundencia demoledora en 2016. Sus explicaciones y groserías asquearon a muchos argentinos; elemento fundamental en un año que se pasó de la revolución de la alegría al sinceramiento de la recesión.
Pero comienza el segundo año de mandato de Macri, la economía agobia y la apelación a la pesada herencia se tornará más inocua. En el plano de la corrupción, nadie podría predecir con certeza los efectos electorales de que CFK sea la próxima detenida (los desmanes judiciales de Claudio Bonadio aportan lo suyo a la estrategia de victimización del kirchnerismo).
El esquema de conflictos de interés de Macri y sus funcionarios se presenta como una trampa perfecta. Más que aplacarse, las sospechas de corrupción se vienen incrementando en cantidad y gravedad. Los honestistas (que nadie se confunda con el legítimo reclamo de honestidad, un deber de la prensa y la Justicia) deberán escribir otro relato.

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