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Zloto

No ocurre seguido que un sueño laboral se concrete sin haberlo buscado. Al menos a mí, no me había pasado hasta que Marcelo Zloto me envió un mail. “Pregunta loca de fin de año. ¿Te gustaría hacer radio sumándote al programa de Del Plata?”.
Era el 31 de diciembre de 2015. La Vuelta de Zloto me parecía el mejor programa de la radio porteña de entonces. Una agenda crítica progre, sin embanderamientos dogmáticos ni corporativos, conducido por un tipo que elevaba el nivel siempre que podía y con un equipo que sonaba armonioso. Un programa ameno, sin que las naderías inundaran el aire.
La pregunta loca de fin de año me ilusionó. Hasta entonces, habíamos tenido un par de charlas e intercambios de mails. Lo conocía mucho mejor yo a él que él a mí, como nos pasa a los oyentes de radio.
Ese verano no pudo ser. Unos meses después, Zloto me invitó al programa por la publicación de mi segundo libro. Acababa de cerrar la edición diaria del Herald. Antes que entrevistado, sentí que me probó al aire y que me había ido muy mal. No fue tan así, porque a las pocas semanas, estaba allí sentado a la mesa de Del Plata. "Si no estás de acuerdo con algo que digo, decilo", me pidió.
En la primera semana de 2017, recrudeció el conflicto en la radio por el no pago de los sueldos. Todo empeoró ese verano y, en marzo, una parte del equipo pasamos a Radio Diez junto a Zloto. Recuerdo el texto de su despedida de Del Plata. Lúcido para definir la frustración por una radio que enfrentaba un abismo en su mejor momento, y justo para honrar a los compañeros que quedaban.
El frente judicial de los propietarios de Radio Diez se complicó a poco de iniciar el nuevo ciclo. Se estaba formando otra mesa interesante, pero en mayo de 2018, sin explicaciones y en forma abrupta, levantaron el programa.
En el año y medio en que trabajé con Marcelo, no hubo un día en que desatendiera el contenido periodístico. Laburaba, pateaba, leía para tener información propia y esperaba lo mismo de sus columnistas.
Se definía como cartesiano y lo era. Si algo no cerraba, preguntaba, en o fuera del aire. Apreciaba a los entrevistados complejos y despreciaba la chantada y la vulgaridad. Desafiaba con repreguntas las respuestas automáticas. Así es como se empuja para arriba.
También se esmeraba para que el periodista racional que era no se impusiera del todo ante la consigna omnipresente de que la radio tiene entretener. No sé si hacía falta, pero era lo que tocaba.
Marcelo fue de izquierda en su juventud. Participó del periodismo que rompió moldes en las primeras décadas de la democracia, sin dejar nunca de apelar al dato y al razonamiento antes que al dogma. No tropezó consigo mismo una vez que accedió a fama y buenos contratos. Supo ser coherente y eso, como está probado, no pasa tan seguido.
Si un tema fue recurrente en su agenda hasta su última semana de vida, ése fue el de la desigualdad y la pobreza. Sin demagogia ni llantos vanos. Una vez más, con datos.
Cualquiera que haya seguido a Zloto sabe que eligió no ser el mejor alumno de intereses empresariales o de otro tipo. Y no por una especulación medrosa de buscar el centro, sino por espíritu crítico. Buscaba cómo desestabilizar sus seguridades, pero jamás, en ningún escenario, se habría confundido ante la muerte de Santiago Maldonado o Rafael Nahuel, la violencia de Bolsonaro, el cierre de un medio, el matrimonio igualitario o el sueldo de un científico. Su discurso era el mismo cuando se apagaba el micrófono.

Seguí en contacto con Marcelo hasta hace muy poco. Me hubiera gustado trabajar más tiempo con él y conocerlo mejor. Los amigos dicen que esa frialdad se desvanecía una vez que se levantaban ciertas barreras. De hecho, era un tipo divertido, que se emocionaba en las despedidas, y por demás cariñoso cuando hablaba de su pareja, Estela, y de sus hijas, Iara e Ivana..



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